Mientras hubo Cristiandad pareció obvio que el cristianismo nutría aquel mundo, el mejor de los posibles. Desde que la Cristiandad terminó, los católicos han debido preguntarse cuál puede ser su aporte en las sociedades plurales. ¿Puede un político católico aportar algo que no aporten otros u otras disciplinas? ¿Tendría talvez que reducirse su originalidad a contrarrestar la cultura predominante?
Para responder a estas preguntas es necesario contraponer tradición y tradicionalismo. Los católicos están obligados, en virtud de su misma tradición, a articular su experiencia de fe y su obligación de dar razón de ella (Vaticano I y Vaticano II). La Iglesia Católica es fiel a su tradición en la medida que transmite (tradere) el Evangelio en contextos personales y culturales plurales. En dos mil años de historia ha habido innumerables interpretaciones del mensaje de Cristo.
Ellas comenzaron con cuatro evangelios. Dieron lugar a varios patriarcados. Hoy hay un esfuerzo ecuménico notable con las iglesias de la Reforma y la Ortodoxia. En todas las versiones del Evangelio ha debido ser decisivo que la Tradición actualice una "buena noticia" para los seres humanos. Hace dos mil años que la iglesia decanta su seguimiento de Jesucristo en enseñanzas que ha ido forjando trabajosamente para anunciar el Evangelio de un modo nuevo, epocal y culturalmente comprensible. No debiera extrañar, en consecuencia, que la misma tradición -el modo plural y provisional de transmitir la revelación de la cual la iglesia es custodia- obligue a los católicos a revisar su doctrina y a cambiarla si es necesario. Si en el presente las mediaciones culturales e históricas (los ritos, las instituciones y las doctrinas) hacen imposible que el Evangelio llegue a los contemporáneos ellas deben ser discernidas y, si es el caso, cambiadas.
El tradicionalismo, en cambio, opera como si el Espíritu Santo no existiera: es decir, como si la iglesia no dispusiera de la inspiración de Cristo para continuar transmitiendo el Evangelio en el futuro. El tradicionalismo no admite interpretaciones. Dice de cualquier mediación del Evangelio: "esto siempre ha sido así", "esto no puede cambiar porque es intocable". Es explicable que haya cristianos que piensen de este modo. Han de tener en cuenta empero que algunas tradiciones que encauzaron el cristianismo en el pasado, petrificadas, han asfixiado la vida de los católicos. Y que, de hecho, la iglesia ha cambiado varias de sus doctrinas.
El tradicionalismo, en realidad, no representa la originalidad del cristianismo. La traiciona. El parlamentario tradicionalista quiere verificar el cristianismo en el plano de la legislación como si él tuviera la verdad revelada y los demás vivieran en las tinieblas. Los católicos no poseen "verdades" que pueden hacer valer en el parlamento como "cruzados", como si los demás desconocieran el misterio de la cruz. Lo propio del dogma de la Encarnación que termina en la cruz pero que no se agota en esta, es exigir relacionar y conjugar ambos planos, el de la fe y el de normas que han de ser racionales. La identificación de Dios con la humanidad culmina en el misterio pascual, pero comienza con su apertura y asunción de la realidad humana en todas sus dimensiones. Esto impide confundir una cosa con otra y llegar rápidamente a conclusiones simples.
En suma, no hay que buscar la originalidad del cristianismo en la prevalencia de la doctrina de la Iglesia Católica en la legislación del país. La relevancia cristiana debe descubrírsela sobre todo en el testimonio voluntario de cristianos que, por ejemplo, estén dispuestos a defender la tolerancia y legislar desde esa convicción. Los parlamentarios católicos, en virtud de su propio Credo, no debieran considerarse voceros de las autoridades eclesiásticas ni aplicadores de doctrinas católicas que pueden mediar, pero jamás agotar, la Tradición de la Iglesia. Lo suyo es redescubrir el Evangelio con otros, incluso con no creyentes, como una "buena noticia" para todos y no solo para algunos, no solo para los de hoy sino también los de mañana.
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