Es evidente que el llamado caso Barros se globalizó. Noticias y variados artículos escritos en los más diversos idiomas, son una prueba contundente del interés que ha representado, para moros y cristianos, la historia de cómo una decisión pontificia despertó una amplia red de solidaridad y apoyo hacia los cristianos de una pequeña diócesis de los confines del mundo.
Pese a la abundancia de casos similares registrados en la amplia geografía de la Iglesia, el caso Barros tiene una particularidad: la evidencia y credibilidad de las víctimas, unido a un cerrado apoyo de feligreses y ciudadanos, fueron más decisivos que los rigurosos y vetustos conductos de la justicia vaticana.
Visto así, se trata de un caso inédito, ya que, sin siquiera imaginarlo, ha terminado salpicando la imagen de un Papa y moviendo el eje de rotación de la Iglesia. En efecto, todo indica que, en la travesía eclesial, ha surgido el precedente de un antes y un después del caso Barros.
Durante casi tres años, ninguna acción eclesial ni ciudadana fue capaz de alterar la hoja de ruta trazada para la Iglesia de Osorno.
Más aun, muchos dolores y sufrimientos han tenido que ocurrir como preámbulo para avizorar una solución definitiva. La cruz de Osorno ha sido un pesado testimonio que ha puesto en evidencia el sufrimiento de las víctimas, de una comunidad cristiana que terminó dividida y ofendida, y por supuesto, el sufrimiento del propio obispo acusado de complicidad.
En el esperado desenlace de esta triste historia, fue decisiva la visita del Papa a Chile.
En este punto es justo preguntarse, ¿qué representaba Chile en El Vaticano para despertar el interés de ser visitado por el Papa?
En la agenda temática de la visita papal a Chile, nada hacía presagiar el interés vaticano para privilegiar a nuestro país como un foco estratégico. El único tema que ameritaba una preocupación de la curia vaticana era la necesidad de enmendar una larga seguidilla de errores injustificados, en relación con el nombramiento del obispo Barros en la diócesis de Osorno.
Era evidente que la situación de la Iglesia en Chile se había tornado crítica, en cuyo contexto el exabrupto del nombramiento de Barros venía a coronar una peligrosa evolución de descrédito y pérdida de influencia de la Iglesia en la sociedad chilena. Bajo este panorama, los obispos chilenos aparecían como huérfanos de la Iglesia universal.
Después de muchos viajes de obispos locales a Roma, la respuesta oficial a ese grito de auxilio fue la visita del Papa a Chile; noticia recibida como un esperado salvavidas pontificio.
Es cierto que el desarrollo de la visita del Papa a Chile produjo algunas sorpresas, como la subestimación de la indiferencia de los chilenos con un acontecimiento que, en su planificación, estuvo rodeado de nuevos desaciertos. Aun así, el desinterés ciudadano por la visita era un riesgo asumido.
En este contexto, todo apunta a que la visita del Papa a Chile tuvo como objetivo activar un plan vaticano de salida a la crisis provocada por el nombramiento del obispo Barros en Osorno, especialmente porque el caso se había instalado como un problema de interés global en la Iglesia, generando de paso un delicado precedente.
Entonces, la presencia de Barros en las celebraciones era esperable, por lo que la sobre exposición fue más una cuestión mediática que real, ello porque el interés visual se volcó más en la persona de Barros que en el mismo Papa.
En esta misma línea, la impactante defensa del Papa hacia el cuestionado obispo, manifestada en Iquique, más allá de la falta de prudencia que tuvo con las víctimas, al dejarlas expuestas en el terreno de la calumnia, fue una escena coherente con lo que pronto sería una noticia bomba.
En efecto, la cuestión de fondo planteada por el Papa en Iquique era la falta de pruebas que rodeaban al caso Barros, pruebas que pronto serían recabadas, según encargo del mismo Papa, por un emisario de la alta jerarquía vaticana.
La defensa del Papa a Barros, en Iquique, no sólo fue verbal, sino que la refrendó en la Eucaristía de despedida, realizada en esa misma ciudad, donde derrochó afectos y signos visibles de cercanía al obispo. Aquello era coincidente con la férrea defensa que algunos obispos chilenos ofrecieron a Barros en Iquique, donde algunos se convirtieron en los escuderos del obispo de Osorno.
Era evidente la puesta en marcha de un plan de acción, que la noche previa se había afinado con la colaboración de algunos obispos locales.
Así fue como dos días después de la visita Papal, el 20 de enero, manifesté a algunas personas cercanas de la curia local, que el caso Barros estaba cerrado y que pronto tendríamos una noticia bomba.
Con la llegada del prestigiado arzobispo Scicluna, todo parecía tener coherencia para ir cerrando un complejo e innecesario episodio de la historia eclesial chilena.
Es así como la Iglesia después de Barros tendrá que ser más cuidadosa a la hora de nombrar a los obispos, deberá consultar y escuchar ese sensus fidelium de la comunidad cristiana, donde existe un laicado maduro que tienemucho que aportar a una Iglesia en la que urge una radical renovación pastoral e institucional.
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