¿Se atreverá el Papa a aprender de los laicos de Osorno?

El papa Francisco, luego de su carta a la iglesia chilena invitó a los Obispos de nuestro país a Roma. Antes de ellos, estarán con él algunas de las víctimas de Fernando Karadima. ¿Invitará también a los Laicos y Laicas de Osorno para aprender de ellos?

Si ellos no son invitados por el Pontífice se podrá sospechar que toda esta maniobra papal sobre los obispos encubridores no es otra cosa que un pobre lavado de imagen de la jerarquía católica. En efecto, Francisco ya conoce la versión del nuncio y de los obispos chilenos. El informe de Scicluna le otorgó información desde las víctimas.

¿Por qué entonces no invitar a los osorninos? A ellos los ofendió públicamente desde la misma Plaza San Pedro, pero sobre todo son ellos quienes han logrado formular con claridad algunos de los criterios fundamentales que la Iglesia local debería adoptar para salir de la crisis institucional en que se encuentra la jerarquía.

A los Laicos de Osorno los intentaron neutralizar desde varios frentes. Es innecesaria aquí una lista de los reproches y verdaderos insultos que obispos y sacerdotes les han propinado. Muchas críticas dan vergüenza y rabia.

Con discursos difamatorios, o con silencios cómplices, muchos han intentado expulsarlos de la Iglesia y hacer creer a la opinión pública que ellos actúan con el ánimo de destruir la comunión eclesial. Han intentado convencernos de que la crítica y la protesta destruyen la comunión eclesial. Incluso, los trataron de demoníacos e intentaron enviarle un exorcista para liberarlos del diablo.

Durante años, y todavía hoy, su causa ha sufrido del ninguneo por parte de muchos pastores. Todo ello en nombre de la comunión y de la unidad de la Iglesia.

La jerarquía católica, con sus aliados laicos, prefirió descartar a los fieles incómodos y proteger a algunos obispos y sacerdotes encubridores. Todo ello es signo de la voluntad de ocultar los casos de abuso de poder y es manifestación de una ideología clerical que pretende crear una «comunión eclesial» en base a la represión de la disidencia.

Hoy algunos obispos dicen que les faltó lucidez para juzgar que pasaban «cosas malas» ¿creen que la han obtenido en un par de días por acto de magia? La lucidez de llamar las cosas por su nombre que han tenido los laicos y laicas de Osorno contrasta con este lenguaje infantilizado que escuchamos de parte de obispos y sacerdotes: «no vimos nada y si vimos, no nos dimos cuenta que Karadima se portaba mal». Eso no es otra cosa que negacionismo.

En estos días el Papa que antes los trató de dejarse llevar por macanas, de zurdos y de tontos ha tenido que disculparse. Dice que estaba mal documentado, que no tuvo información veraz y equilibrada que le permitiera una valoración y percepción correctas. Se ha discutido entonces sobre los canales de información que van desde las iglesias locales al Papa.

Se culpa al Nuncio, a Ezzati, a Errázuriz, al presidente actual de la Conferencia Episcopal, Santiago Silva, pero en realidad, el error del Papa fue considerar más valiosa la opinión de los purpurados que la del Pueblo de Dios laico. Sospechó de estos últimos, de quienes de primera fuente le informaron. Los insultó a ellos luego de decidir escuchar las voces de los obispos con que él decidió rodearse. Ahí se evidencia el clericalismo que el mismo Papa busca extirpar, pero frente al cual recae también, tal vez por el peso de la cultura eclesiástica.

De este modo, se demuestra que el clericalismo no se vence con buenas intenciones, declaraciones de principios ni rezos. El revés inaudito que recientemente vive la Iglesia en Chile no habría sido posible sin la denuncia de las víctimas y sin la protesta de los que han creído en ellas.

Las acciones del grupo de Osorno, principalmente del laicado de la ciudad, desautorizaron el juicio del propio Papa sobre los abusos en Chile. Están motivados por la búsqueda de la verdad, la justicia y la obtención de reparación para las víctimas.

Ellos también buscan el bienestar pastoral de la Iglesia y han tenido la asertividad de actuar según un estilo adecuado para ello. No hay mejor política de prevención de abusos que la que ellos han llevado a cabo. En ese punto hay una cuestión del mayor interés para las iglesias.

Muchas veces la disidencia es perseguida y castigada. La mera diferencia de opinión es tratada como una falla de la comunión, como si la unidad de la comunidad dependiera de la uniformidad en el pensar, en el sentir, y en el actuar. Esta vez, la protesta y la disidencia han logrado poner atención en un punto que el poder clerical había buscado ocultar.

Los laicos y laicas de Osorno demostraron ser veraces y estar suficientemente informados como para protestar sobre lo que ocurría en su diócesis, y no sólo eso, incluso sobre lo que ocurre con toda la Iglesia y el episcopado chileno. ¿No es el momento de aprender de ellos más que de los ordenados manuales universitarios sobre la Iglesia y sus estructuras?

Disentir, divergir, protestar son valores que la Iglesia Católica debería defender y atesorar en su propia organización. No sería, por supuesto, una novedad en su tradición e historia. Los escritos cristianos antiguos, por ejemplo el mismo Nuevo Testamento no existirían como tal si la propia comunidad no hubiera valorado bien la incorporación de miradas diferentes sobre la historia de Jesús y su significado.

Si no hubiera considerado un valor que las comunidades fundadas por los diferentes misioneros se organizaran de forma peculiar las unas de las otras.

¿Se imaginan a Jesús, el judío, pidiendo a sus seguidores obediencia frente a los abusos de los administradores del Templo?

¿Se imaginan a Jesús sumiso y callado frente a la protesta de sus contemporáneos contra el poder abusivo de los delegados romanos?

¿Podría haber sobrevivido el cristianismo si Pablo no hubiera protestado contra su persecución?

¿Qué tipo de sal podría ser el Evangelio si no denuncia la violencia que incluso la misma Iglesia ejerce sobre los pobres, como da testimonio por ejemplo la Carta de Santiago?

Sin protesta, hay abuso. El camino que ha tomado parte del laicado osornino es claro. El reclamo porfiado e insistente ha permitido ver uno de los modos que debemos seguir de ahora en adelante, porque no basta con tener buenos argumentos y sentarse a la mesa a conversar y dialogar, el reclamo debe hacerse oír, la situación adversa e injusta se debe lograr cambiar.

Cuando la asimetría de poder es tan grande, cuando los obispos y los sacerdotes se presentan ante nosotros los laicos como superiores irrebatibles e incontestables, lo que corresponde es rebelarse a lo que subyuga. ¿Se hace enarbolando la división? No. Sí la justicia, la verdad y el derecho a la libre expresión.

Aunque parezca extraño, quiero citar al papa Pío XII. Una vez dijo algo relacionado con la libertad de expresión dentro de la Iglesia, «[la Iglesia] es un cuerpo vivo y le faltaría algo a su vida si la opinión pública le faltase; falta cuya censura recaería sobre los pastores y sobre los fieles» (Discurso a la prensa católica, 1950).

La opinión pública formada por los laicos de Osorno se convirtió en alternativa al poder de la hegemonía clerical y ello fue gracias a la liberad de expresión. El resultado de su acción demostró su valor para hacer justicia.

Quien discute y protesta, altera lo que está ordenado de antemano. El poder vaticano, de Papas y Nuncios, ha organizado el poder episcopal en Chile a favor de los grupos conservadores e integristas. Es hora de un cambio, de volver a las raíces del Concilio Vaticano II y parte del laicado osornino ha dicho cómo.

La voz de los laicos de Osorno ha interpelado a la jerarquía católica con los valores de una sociedad democrática. Lo ha hecho desde dentro de la Iglesia; han demostrado que la crítica pública ayuda a la Iglesia a ser más justa y transparente.

En su situación, la protesta se desata porque un grupo importante de fieles oye y cree en las palabras de las víctimas de Karadima y de su red. Además, experimentan que el ejercicio pastoral del Obispo impuesto por Roma se escapa de lo que la iglesia osornina espera de un pastor: que ejerza el poder según el sentir de fe de los fieles que han sido formados por sus pastores anteriores en el espíritu del Concilio Vaticano II.

Su protesta apela al «principio electivo», es decir, al principio por el cual no «será obispo aquel que no hubiere sido elegido por el clero y por el pueblo de la propia ciudad», como se formulaba antiguamente en la Iglesia.

Este principio, hoy ignorado, se vio progresivamente debilitado en la Iglesia Católica en beneficio del centralismo romano y de la consulta a los nobles y pudientes de las ciudades y diócesis. Se ha llegado a creer que los obispos son una suerte de delegados papales, pero esa es una distorsión nefasta, un imperialismo eclesial intolerable y abusivo.

Osorno ha protestado llamando a la jerarquía a actuar bajo principios propios de la tradición eclesial. Fueron presentados como heréticos y profanadores, pero su protesta podría ser un modo evangélico de funcionamiento imitable en otras diócesis y parroquias: los laicos no tenemos por qué aceptar el abuso de poder ni tampoco obedecer a quien impone silenciarlo y encubrirlo.

Ayer oí a un sacerdote decir que la iglesia chilena vive un momento de desconcierto, de confusión, pero esa conclusión sólo se puede sacar si uno mira y juzga desde quienes hoy aparecen como encubridores y defensores del orden abusivo.

Los laicos tenemos claridad sobre los abusos que caen sobre nosotros, tenemos el juicio perfectamente afinado sobre ello, porque vivimos en carne propia el abuso de conciencia y de poder. Y aunque por mucho tiempo no hemos levantado organizadamente la voz de protesta esto ha cambiado gracias a los laicos de Osorno y su porfiada estrategia. Osorno nos ha mostrado un camino.

Por ello las disculpas de los obispos, incluidas las del Papa, son insuficientes. La jerarquía, como mínimo, debe reconocer a su organización como ejemplo de la realización del Evangelio y del Concilio Vaticano II. El Espíritu de Cristo ha destronado a los obispos que, aunque pretendan mantenerse en sus sillas catedralicias, ya no tienen derecho a pedir silencio y sumisión al laicado.

Si el Papa y la Conferencia Episcopal son sinceros en sus disculpas algunas cosas deberían cambiar en el corto plazo. Lo principal sería que ningún otro nombramiento de obispo en Chile ignorara, como se ha hecho hasta ahora, a las comunidades locales. Los nuevos obispos deberían conocer la historia de las comunidades, oír sagradamente lo que ellas esperan de sus futuros pastores, considerar seria y honestamente las proposiciones de conducción pastoral que se formulan en las iglesias locales.

De esta manera se esperaría que los nuevos obispos que se nombren para Chile no sólo sean irreprochables en su conducta, sino que tengan un perfil teológico y pastoral distinto al de los obispos que en las últimas décadas se han impuesto desde Roma. Quienes sean nombrados tendrán que aprender a servir al pueblo de Dios en lugar de imponer sus criterios e ideas.

Deberán dejar que la creatividad laical y el sentido de fe de los y las fieles encuentren sus propios causes de expresión en la estructura y gobierno de las diócesis.

Si en el corto plazo esto no se da, si se siguen imponiendo obispos sin consulta local, todos los perdones dados vendrán a engrosar el descrédito que la jerarquía católica se ha ganado en estos años. Será necesario un nuevo mecanismo de nombramiento de obispos.

¿Se atreverá el Papa a escuchar y aprender de los laicos y laicas de Osorno?

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