Han pasado ya varios días desde el domingo 11 de enero, día en que asumió como Arzobispo de Santiago don Celestino Aós. Confío en que pueda ser el pastor que nuestra Iglesia requiere hoy.
Aunque lo que hizo más noticia ese día no fue la investidura de don Celestino. Lo que ha quedado en el recuerdo fue la acción realizada por Pablo Sepúlveda y Emilio Jorquera: dejar/lanzar los casquillos de bombas lacrimógenas en las escalinatas del presbiterio de la Catedral luego de acercarse a comulgar.
Más allá de las diversas opiniones que esa acción puede despertar en cada uno de nosotros, creo que bien vale la pena, impedir que el viento y los días la desvanezcan, pues creo que es un buen reflejo de la situación por la que atraviesa nuestra Iglesia.
Yo no estuve en esa eucaristía. Reacciono por las imágenes que los medios mostraron, y aunque para algunos eso debilite mis palabras, estoy en el mismo plano que la mayoría de las personas. Ellos y ellas hacen su parecer desde lo que se comunicó.
¿Qué ví? A dos jóvenes que luego de comulgar lanzan los mencionados casquillos. Veo la reacción de varias personas intentando retirar lo lanzado. Veo la sorpresa de don Celestino, del Nuncio. Veo la inmediatez de quienes sacan a los jóvenes con la fuerza típica de estas situaciones. Veo a quienes corren para ver qué sucede con sus amigos (eso es un dato que se sabe después). Veo cómo se agregan otros en la aplicación de fuerza y sacan en vilo a Pablo. Eso es lo que veo. Y lo que veo me duele. Me duele que eso haya pasado. Pero ¿qué pasó?
Lo que pasó es un mensaje. Un mensaje que podemos interpretar desde varios lados. Sin duda a muchas personas esto les escandaliza, les agrede, les violenta. Lo sienten como un nuevo agravio a espacios sagrados, como una falta de respeto a la Iglesia, a los obispos, a Cristo, a todo el pueblo de Dios. Algunos han tildado este acto como “Cristofóbico”, algo que a ellos les dolió mucho para decirlo claramente. Bien. Respeto que tengan esa reacción. Esa es la debilidad de muchos de nuestros actos: no son unívocos.
Sin embargo, quisiera que podamos dar un paso más allá. El escándalo, la molestia, puede impedirnos ver otras cosas que pueden ser las centrales.
Insisto en la idea del mensaje. Para mí lo que hicieron no es más que la expresión de lo que muchas personas sienten en relación a la Iglesia Católica.
Nos sienten ausentes de todo lo que sucede en nuestro país desde el 18/O (18 de octubre) y echan de menos una voz profética. Eso es algo de lo que debemos hacernos cargo antes de que sea muy tarde.
Pues pudiera ser que cuando reaccionemos ya no haya lugar, no porque no lo exista en si, sino porque no nos ganamos esa posibilidad. Desde ese punto de vista, yo veo la acción de Pablo y Emilio, y de quienes cómo y con ellos llegaron ese día a la Catedral, como una ofrenda, una que habla de ausencia: no estar en medio del dolor de las personas. Y si, la forma es un acto violento, no así, el mensaje.
¿Por qué esos jóvenes no hicieron ver antes su intención? ¿Por qué no se acercaron para manifestar su deseo y así haber presentado su “ofrenda” de un modo adecuado? Bueno, en la misma pregunta está la respuesta. El no haberlo hecho ya nos dice algo, no se sienten escuchados, no sienten que tengan un lugar en esa Iglesia, para qué dialogar si no nos ven afectados, si nos ven en la distancia. Eso también debemos asumirlo.
“Está bien, pero acepto la ofrenda de esos jóvenes, si también hubieran dejado piedras, molotov, punteros láser, acelerantes”, me decía alguien.
Sí. En honor a la verdad, para ser una ofrenda completa, faltan esos elementos. No obstante, lo que ocurra en el interior de nuestros templos será un reflejo de la realidad entera, cuando esa realidad entera entre.
¿No será que estamos haciendo de las paredes de nuestros templos el perímetro de una trinchera que impide que la realidad nos afecte?
Aunque influyen otros aspectos, pero algo de esto es lo que podemos leer en la última encuesta Bicentenario: obispos y sacerdotes cuentan apenas con el 9% de confianza entre católicos, y solo con el 5% a nivel general. Los índices más bajos en mucho tiempo.
Reconozco que lo que me animó a escribir estas líneas fue el encuentro que tuve hace un par de días con Pablo y Emilio. En éste nunca sentí que estaba frente a dos perturbadores o vándalos. Me encontré con dos jóvenes cristianos que tienen anhelos de justicia y anhelos de una Iglesia más profética y al lado de su pueblo.
Estoy seguro que mis reflexiones no serán del parecen de todos. Esta es mi opinión. Otros tendrán otra. Lo importante es que seamos capaces de dialogar, de conversar acerca de lo que sucede. Más ahora cuando estamos en la antesala de dialogar acerca del país que queremos. Don Celestino lo decía en la homilía de ese día: “Pasamos por días de agitación, de división y ataques… Ningún cristiano puede quedarse de observador, menos aún de censor o de condenador”. Como Iglesia podremos tener lugar y palabra si sabemos leer estos episodios.
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