Septiembre es el mes que condensa nuestra historia y acaso la vida misma. Ambivalente, de contrastes, con historias tristes y de esperanzas. Al igual que aquellos partidos de fútbol, que a veces antes de comenzar la fiesta rinden tributo con un minuto de silencio, septiembre también tiene su día de pausa y recuerdo.
Y luego, comienza con sus fiestas patrias. Cuando las banderas y el cotillón nacional aparecen por doquier. ¿Qué tiene septiembre que lo hace distinto a las fiestas de fin de año o a algún mes estival? ¿Por qué nos hace bien como país y a nuestra salud mental? Septiembre es el mes donde necesitamos encontrarnos unos con otros.
Donde recuperamos la sensibilidad de poder sentirnos. No es solo la celebración propia de las fiestas de fin de año, circunscrita a la intimidad familiar. Sino que tiene la insustituible necesidad de la complicidad afectuosa con otros cuerpos. La simpatía del sentir compartido.
Tampoco se trata solo de descanso o el desconectarse a propósito de días feriados, como en los meses de verano, los paréntesis de invierno o de fin de semana.
Es más bien la búsqueda de lo contrario. La necesidad del contacto afectivo, del encuentro con los otros. Septiembre sin la presencia de amigos, de los amigos de los amigos o de la familia, no parece ser el mes que es. Por eso es uno de excepción.
Porque lo cotidiano es, por una parte, la presencia del otro que se hace cada vez más incómoda y competitiva; y por otra, la virtualización creciente de nuestros contactos, por medio de las nuevas tecnologías, que nos produce una desensibilización emotiva, de soledad corporal y fragilidad psíquica, que termina en una epidemia de descortesía y agresividad.
Perdiendo la capacidad de descifrar lo indefinible en toda comunicación, de aquello que solo puede ser posible a través del contacto físico. Sentir el sufrimiento o placer en el otro.
¿Habrá otro baile, como la cueca, donde el contacto visual sea tan necesario, así como la presencia de testigos? Seguramente no son muchos.
Septiembre nos permite reconstruir las condiciones emocionales de la solidaridad. Del encuentro y contacto amistoso entre los cuerpos. No bastan ni el whatsapp ni las redes sociales.
Necesitamos la comparecencia de los demás. Es la presencia del otro la que se hace insustituible, lo que hace posible la reactivación de una dimensión afectiva de dimensiones territoriales, que ocupa patios, casas, plazas, parques y calles.
Podemos hablar que hay dos tipos de chilenos. Los que siempre buscan estas fechas para poder salir de Chile, porque justamente estos paisajes imprevistos de afectos lo sobresaltan; y los que se quedan o viajan por nuestro país, a juntarse con la familia extendida y algún amigo que se deja caer, porque aprecia este tiempo universal.
Palabras, cuerpo y sensibilidad parecen volver a encontrarse. Nos hablamos y comunicamos no solamente para algún tipo de intercambio funcional o productivo, sino para ampliar nuestro tiempo de afectividad. La avalancha de estímulos e información parece detenerse. Y nuevamente nuestra atención puede focalizarse. El tiempo ya no es una porción que se ensambla con otros fragmentos de tiempo, sino una línea continúa a un ritmo común.
La desconfianza y competencia es desplazada por la percepción de que pertenecemos a una comunidad, un territorio, un destino compartido, que aspira a la búsqueda colectiva de un futuro en común.
Uno de los rasgos de las nuevas patologías y trastornos en el denominado campo de la salud mental, tienen que ver en el debilitamiento del lazo social, donde existimos desprendido de este. Más bien el intercambio simpático con los otros cede su lugar a una relación particular con partners inhumanos (gadgets).
Septiembre en sus fiestas patrias nos da ciertas claves de subversión emocional. Un tiempo de reactivación de energías psíquicas perturbadas, que es cierto, aún son reavivadas para volver a los circuitos de acumulación y consumo, pero que da cierta esencia para un nuevo tiempo poco probable pero posible.
Durante esta semana, veremos como los individuos se nuclean, agrupan para compartir el gozo del tiempo, suspendiendo la primacía del homo economicus, poniendo en cuestión las nociones mismas de lo que constituye crecimiento y riqueza.
De ser y aprender a ser, algo más cariñosos, humildes y republicanos.
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