Estas semanas se instaló una polémica porque en Chile hubo quienes quisieron suprimir el feriado de Viernes Santo. Otros buscaron mantenerlo e incluso declararlo como feriado irrenunciable. Las grandes tiendas y malls quieren abrir el comercio este Viernes Santo y los trabajadores no. Los grandes empresarios y los economistas dicen que cerrar hace que se pierda mucho dinero y es malo para el negocio. Alegan pérdidas millonarias y apuntan al turismo argentino como excusa para abrir las puertas. Del otro lado, trabajadores y voces del mundo religioso defienden el derecho al descanso, al recogimiento y a la celebración de una tradición espiritual con siglos de historia.
Es una polémica que puede parecer menor, pero que en realidad revela tensiones profundas sobre el tipo de sociedad que estamos construyendo. ¿Estamos realmente debatiendo un simple día libre? O, más bien, ¿estamos discutiendo si el mercado puede o no tener la última palabra incluso sobre nuestros tiempos sagrados, nuestros duelos, nuestros silencios?
El sociólogo Daniel Bell ya lo advirtió en los años '70: el capitalismo moderno ha abandonado los principios que alguna vez le dieron forma. Lo que antes se sostenía sobre una ética del esfuerzo, el ahorro y la responsabilidad, hoy se apoya en la lógica del deseo ilimitado, el consumo emocional y la productividad sin pausa. En su célebre obra "Las contradicciones culturales del capitalismo", Bell anticipaba lo que hoy vivimos: un sistema que necesita que deseemos constantemente, incluso a costa de nuestra salud, de nuestra espiritualidad, de nuestro tiempo.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han lo describe con crudeza: vivimos bajo el imperio del rendimiento. Nadie nos obliga a producir; nos obligamos nosotros mismos, voluntaria y alegremente, creyendo que esa hiperactividad es libertad. En este contexto, un feriado irrenunciable como el Viernes Santo se vuelve sospechoso: no produce, no genera consumo, no estimula el PIB. Por eso, molesta.
Zygmunt Bauman lo llamaría "la modernidad líquida": todo es fugaz, descartable, incluso las tradiciones religiosas o los espacios de recogimiento. El sujeto moderno ya no se define como ciudadano, sino como consumidor. Su valor depende de su capacidad para comprar y ser productivo. ¿Y qué lugar puede tener el silencio de una muerte trágica, como la de Jesucristo, en ese torbellino de estímulos?
Nancy Fraser, desde el feminismo lo ha planteado con claridad: el capitalismo no solo se sostiene sobre la producción, sino también sobre la reproducción social-el trabajo invisible del cuidado, del descanso, del afecto. Eliminar días feriados irrenunciables es desconocer ese trabajo silencioso que mantiene a flote la vida cotidiana. Silvia Federici iría más allá: diría que este sistema necesita esclavizar cuerpos femeninos, racializados, precarios, para mantener su maquinaria funcionando incluso en días sagrados.
El capitalismo actual no tolera el vacío, ni el duelo, ni el silencio. Todo debe ser aprovechado, monetizado, consumido. Hasta la espiritualidad se vuelve marketing. Estamos ante una idolatría del mercado frente a un legítimo derecho a recogerse en un Viernes Santo para una fiesta religiosa de tanta tradición y significado en la cultura cristiana que vivimos, aunque es cierto que vivimos en un país menos religioso.
No se trata aquí de imponer una fe o defender un privilegio confesional. Vivimos en un Estado laico, y eso debe mantenerse. Pero la laicidad no es ni puede ser neutralidad cultural, ni borrado de la memoria colectiva. No vivimos en un vacío cultural. Nuestra historia, nuestra sensibilidad, nuestras festividades públicas y familiares están marcadas, querámoslo o no, por siglos de tradición cristiana. El Viernes Santo, independiente de nuestra creencia, sigue siendo un día que toca fibras profundas: la muerte, el sacrificio, el dolor compartido, la esperanza en medio de la tragedia. ¿No son esos temas demasiado humanos como para ser reemplazados por una liquidación en el mall?
El feriado de Viernes Santo no obliga a nadie a rezar o a asistir a rituales religiosos. Pero ofrece a todos, la posibilidad de pausar, descansar, y conectar con un sentido que no pasa por el consumo. Incluso quienes no son creyentes pueden encontrar en ese día un respiro del vértigo cotidiano. En un país donde el estrés laboral, la ansiedad y la fatiga crónica son la norma de este capitalismo cotidiano, ¿cómo no defender al menos un día para liberarse del productivismo y del consumismo que nos esclaviza el alma?
La verdadera laicidad no consiste en erradicar todo vestigio religioso, sino en permitir que convivan distintas formas de habitar el mundo, sin imposiciones ni exclusiones. El feriado irrenunciable del Viernes Santo no impone nada, sólo garantiza la libertad del día libre: de tomarse un respiro, de vivirlo desde la fe o desde el descanso, desde el recogimiento o desde el silencio. A veces descansar también es una forma de resistir.
Lo que está en juego aquí va más allá de un día libre o de una disputa entre "creyentes" y "no creyentes". Lo que emerge es esta pregunta fundamental sobre la sociedad que vivimos: ¿Una que idolatra el dinero como su único dios, o una que aún se permite espacios de pausa, sentido y humanidad?
Defender el Viernes Santo como feriado irrenunciable no es un gesto conservador, sino profundamente político: es una forma de resistir al mandato de la productividad infinita, de afirmar que el ser humano vale más que su capacidad de generar riqueza. Se trata de libertad religiosa. Pero también se trata de dignidad, de salud mental, de tiempo propio. ¡De humanidad!
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