Entre promesas y farras: ¿Por qué elegimos a líderes corruptos?

En períodos eleccionarios como el reciente, evoco una frase que mi padre decía cada vez que recordaba su paso por la Falange Nacional (denominación correcta según él, en lugar del alusivo al partido que invoca a Cristo): "Hijo, nos farreamos a un gran presidente", en clara referencia al "Conde" Gabriel Valdés Subercaseaux. Muchos años después, me encontré con su hijo Maximiano en Ciudad de México y en una cena le comenté esta frase y, claro, convenimos en que fue un farreo, con matices, pero farreo al fin.

Hoy, asistiendo a un nuevo ciclo de promesas rotas, una pregunta refulge con fuerza: ¿Por qué, a pesar de los constantes escándalos de corrupción, continuamos eligiendo líderes corruptos? Aunque deseamos legítimamente líderes íntegros, terminamos siendo cómplices de quienes desafían ese ideal. Según el último estudio de Transparencia Internacional, cerca del 75% de los latinoamericanos percibe altos niveles de corrupción en sus países, pero más del 50% no confía en que su voto pueda cambiar esta realidad. En Chile, el 67% de la población declara una profunda desconfianza en las instituciones y, sin embargo, persiste una predilección por los mismos rostros y promesas, que a menudo disfrazan aquello que nos indigna.

Investigaciones muestran que, en América Latina, la corrupción no solo no penaliza a quienes la practican, sino que a veces refuerza su permanencia. ¿Por qué? La respuesta se encuentra en algunas particularidades de nuestro cerebro y en la configuración social que nos rodea. Según un estudio de la Universidad de California, nuestra percepción de la corrupción está ligada a un sesgo de familiaridad: a pesar de nuestro rechazo, tendemos a votar por quien conocemos. En neurociencia, esto se denomina "sesgo de disponibilidad": Priorizamos opciones familiares que evocan seguridad frente a lo desconocido, aunque sepamos que el conocido tiene un historial problemático. Y de esto en Chile, sólo en los últimos escasos 6 meses de este año, se han derramado ríos de tinta explicitando sendos ejemplos.

En una charla a la cual asistí, el neurocientífico Antonio Damasio explicó que nuestro cerebro, al enfrentar incertidumbre, busca señales de familiaridad y estabilidad. En vez de evaluar a los candidatos con imparcialidad, los evaluamos desde nuestras emociones y anhelos de seguridad. En el contexto chileno, donde la corrupción es percibida como parte del sistema, esta familiaridad se convierte en normalidad. Frente a la ansiedad de elegir entre rostros nuevos y propuestas inciertas, preferimos figuras "conocidas" a pesar de su historial. Al final, el cerebro adverso al riesgo, elige el mal conocido sobre el bien por conocer.

Otra faceta importante que influye en nuestras decisiones políticas es el contexto social y el impacto de las narrativas que la clase política construye. Según el sociólogo Zygmunt Bauman, la "sociedad líquida" en la que vivimos ha fragmentado nuestras conexiones y arraigos. Hoy, los lazos sociales son frágiles y efímeros, por lo que tendemos a buscar figuras que, aunque cuestionables, ofrezcan cierta "estabilidad" en medio del caos. Cuando la corrupción está tan profundamente arraigada en la estructura social, deja de ser vista como un acto anómalo y se transforma en una característica intrínseca del sistema, casi como un mal menor.

Volvamos a los datos. El Informe de Latinobarómetro 2023 indica que el 42% de los chilenos considera la corrupción como el principal problema del país, pero 55% cree que es prácticamente imposible erradicarla. Este pensamiento tiene efectos devastadores, pues al considerar que nada cambiará, nuestro cerebro justifica sus elecciones en el convencimiento de que la corrupción es inevitable. En otras palabras, si "todos son iguales", el esfuerzo por buscar una alternativa limpia es inútil.

La neurociencia y la sociología parecen así revelarnos que el necesario recambio de líderes no se trata solo de elegir a alguien nuevo; requiere un replanteamiento profundo de nuestros sesgos y de cómo entendemos la política. Para romper este ciclo, es necesario rediseñar nuestras narrativas, cuestionar con nuevas preguntas las cómodas certezas y enfrentar la incertidumbre con una mentalidad que vaya más allá de lo que el sesgo de familiaridad nos dicta.

El poeta Mario Benedetti decía: "Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas". En Chile, muchos no perciben que las preguntas cambiaron, y sin educación cívica, historia y filosofía, es difícil romper este ciclo de malas decisiones electorales. Por ello, la próxima vez que votemos, que nuestras preguntas sean nuevas, y nuestras respuestas, finalmente, nos lleven a no farrearnos esos líderes que realmente merecemos.

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