La inclusión no es caridad, es justicia

En 1985, cuando trabajaba como terapeuta ocupacional en un hospital público de Santiago, la palabra "inclusión" ni siquiera era parte del lenguaje cotidiano. Un día me propuse visitar a mis expacientes para saber qué había pasado con ellos tras su alta médica. Fue entonces cuando me encontré con personas deprimidas que ni siquiera usaban las prótesis, porque afuera solo les esperaban miradas de pena. Entonces comprendí que rehabilitar no basta si la sociedad no ofrece un espacio para integrarse.

Ese dolor me llevó a renunciar a un empleo seguro y dedicarme a una causa invisible: el derecho de las personas con discapacidad a vivir y trabajar con dignidad. Con el apoyo del padre Baldo Santi y el Hogar de Cristo conseguimos una pequeña casa de adobe en Independencia. Así nació Fundación Tacal, la primera organización en Chile dedicada a capacitar laboralmente a adultos con discapacidad. Entonces éramos bichos raros: el terremoto de marzo había remecido Santiago y días después comenzábamos con la capacitación de cinco personas. Luis, uno de ellos, tenía parálisis cerebral leve. Había sido rechazado en muchas empresas por su forma de hablar. En Tacal aprendió a usar herramientas digitales y a ordenar documentos. Cuando lo acompañamos a una entrevista, el gerente lo miró con desconfianza, pero Luis se presentó con seguridad. Semanas después lo contrataron. Esa primera colocación no fue solo un contrato: fue la prueba de que la inclusión era posible.

Cuarenta años después, hablar de discapacidad sigue siendo un desafío, pero al menos ya visible. En los '90 los censos preguntaban si en una casa vivían "sordos" o "ciegos" y recién el Censo 2024 incorporó la batería recomendada por organismos internacionales para medir la discapacidad funcional -dificultades para ver, oír, caminar o comunicarse- que dependen más del entorno que de la persona. El resultado fue revelador: el 11,1% de la población chilena, casi dos millones de personas, vive con alguna discapacidad. Para dimensionarlo, es como si la Región de Valparaíso completa enfrentara esta realidad. La prevalencia aumenta con la edad: de 5,8% en la niñez temprana a 62,9% en mayores de 85 años, un grupo que crece rápidamente.

En este esfuerzo se ha legislado. La Ley 21.015 exige a las empresas con más de 100 trabajadores reservar al menos el 1% de sus cupos para personas con discapacidad. Sin embargo, a siete años de su promulgación, solo tres de cada 10 empresas cumplen con la norma. La brecha entre ley y realidad es profunda. También en educación: las personas adultas con discapacidad promedian 8,9 años de escolaridad, casi cuatro menos que el resto de la población. Con menos educación, su empleabilidad es aún más frágil.

Por eso el esfuerzo. En Fundación Tacal, 3.000 personas se han graduado y cuentan con contratos indefinidos, aportando a sus hogares como cualquier otro trabajador. Eso no solo les da independencia económica; transforma la percepción de sus familias y del entorno.

Pero las luces conviven con sombras. Casos como el del joven con autismo torturado por colegas en un hospital de Osorno, o el trabajador con discapacidad aislado en un baño, muestran que la inclusión sigue siendo frágil cuando se reduce a "cumplir la ley" sin transformar la cultura. Según la encuesta ENDIDE, menos de la mitad de los adultos con discapacidad participa en el mercado laboral formal, y en ningún tipo de discapacidad la cifra supera el 47%.

La inclusión no puede ser un acto de buena voluntad ni un favor. Es una exigencia de justicia. Cuando entro a una empresa a "sensibilizar" al personal, recuerdo la pregunta que me hizo un gerente: "¿Cómo vamos a contratar a alguien que no puede hacer todo?". Mi respuesta siempre fue la misma: "¿Quién puede hacerlo todo? ¿Usted? ¿Yo?". La diferencia está en las barreras arquitectónicas, sociales y culturales que convierten ciertas limitaciones en condenas de exclusión.

Próximamente lanzaremos un estudio que analiza cómo los programas de los ocho aspirantes a la presidencia abordan la inclusión de las personas con discapacidad. Sin adelantar demasiado, basta decir que solo uno propone una visión integral con medidas coordinadas en trabajo, salud, educación, protección social y participación, de acuerdo con la OMS. Dos candidatos aún utilizan el término "discapacitados" -un retroceso en lenguaje y enfoque- y uno ni siquiera menciona el tema. La inclusión sigue tratándose como algo decorativo, no como una prioridad nacional.

Nos acercamos a noviembre y Chile volverá a declararse solidario al alcanzar la meta de la Teletón. Pero no basta con donar un fin de semana si el resto del año cerramos los ojos ante la discriminación. La verdadera justicia se mide en los gestos cotidianos: arreglar una rampa sin esperar una inauguración, escuchar a quien habla distinto sin infantilizarlo, ofrecer trabajo sin prejuicios. Se mide en el compromiso de garantizar que cada persona, sin importar su condición, tenga oportunidades reales de estudiar, trabajar y participar.

Para construir un país inclusivo necesitamos más que leyes. Requerimos voluntad política, fiscalización, recursos y humildad para reconocer que todos somos distintos. Hace 40 años me pregunté para qué rehabilitamos a alguien si no hay razones para que se levante y salga de su casa. La inclusión laboral no es un favor ni una moda. No es un acto de caridad. Es justicia.

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