Guillermo tiene 70 años. Es conserje nocturno en un edificio del sector oriente de Santiago de Chile. Hace unas semanas fue brutalmente agredido por un residente: sin provocación, por la espalda, con puños y pies. Terminó hospitalizado, con fracturas múltiples en el rostro, riesgo de perder un ojo y un proceso de recuperación que tomará cerca de un año. El agresor, un empresario, quedó en libertad, con firma mensual y arraigo nacional.
La noticia estremeció por su crudeza. Pero tras el primer impacto, vino el silencio. Como si la vejez también fuera un límite para la indignación colectiva. Como si la violencia, cuando se dirige a una persona mayor, no interpelara con la misma fuerza a la sociedad.
La agresión a Guillermo no es solo un hecho criminal. Es también un síntoma. Un síntoma de una sociedad que aún no ha entendido que el maltrato hacia las personas mayores no se limita al abandono, la negligencia o la precariedad institucional: también incluye la violencia directa, física, concreta. Y esa violencia necesita ser reconocida, sancionada y prevenida.
En Chile, cuando el maltrato proviene de una persona con la que existe un vínculo familiar, se tipifica como violencia intrafamiliar. Pero ¿qué ocurre cuando la agresión proviene de un tercero sin parentesco, como en el caso de Guillermo? Esa forma de maltrato queda en un limbo normativo: no es violencia intrafamiliar, no tiene una tipificación clara y, por lo tanto, no activa protocolos específicos de protección ni sanciones agravadas.
La Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores (CIDHPM), ratificada por Chile, establece con claridad que toda persona mayor tiene derecho a vivir una vida libre de violencia y maltrato, sin importar quién sea el agresor: puede ser un familiar, una institución, un desconocido o incluso el Estado mediante sus omisiones. Esta definición amplia exige respuestas legales amplias. Sin embargo, nuestro ordenamiento jurídico aún no está a la altura.
En 2017 se promulgó la Ley 21.013, que tipifica un nuevo delito de maltrato y establece sanciones para quienes, teniendo un deber especial de cuidado sobre personas mayores, los maltraten corporalmente o no impidan dicho maltrato. Aunque se trata de un avance relevante, su foco sigue siendo limitado: centra la protección en los llamados cuidadores o responsables legales, dejando fuera los múltiples casos en que el maltrato es ejercido por personas sin ese vínculo formal.
Esto representa una brecha crítica. Porque cuando una persona mayor es agredida por un vecino, un empleador o un desconocido, y no se trata de un delito penal evidente o no hay prueba suficiente, el sistema judicial no tiene herramientas eficaces ni urgentes para actuar. Y eso es contrario al artículo 31 de la CIDHPM, que obliga a los Estados a garantizar un acceso expeditivo a la justicia, con procedimientos rápidos, especializados y protectores.
Por ello, es urgente crear un procedimiento especial de protección, similar al que hoy se aplica en casos de vulneración de derechos de niños, niñas y adolescentes, como establece el artículo 92 N° 8 de la Ley 19.968. Un mecanismo que permita a los Tribunales de Familia -por su especialización y enfoque- actuar en forma paralela y complementaria al Ministerio Público, sin interferir en sus atribuciones penales. Esto permitiría proteger a las personas mayores de manera más eficaz cuando no existe violencia intrafamiliar ni un delito evidente, pero sí un contexto de maltrato reiterado, discriminación o agresión.
En Chile, el Censo 2024 confirmó que más de 2,6 millones de personas tienen 65 años o más -14% de la población total- y se estima que para 2050 esa cifra alcanzará el 32%. Y sin embargo, seguimos sin nombrar adecuadamente la violencia que enfrentan las personas mayores.
Y nombrar importa. Porque lo que no se nombra, no existe para la política pública, ni para la justicia, ni para la reparación. Los golpes que recibió Guillermo no fueron solo físicos. Fueron también simbólicos: golpes que reflejan una jerarquía social no dicha, en la que los cuerpos viejos valen menos.
Hablar de esto no es generar alarma ni victimizar a las personas mayores. Al contrario: es reconocer su valor, su derecho a vivir seguros, visibles y protegidos. Porque lo que está en juego no es solo un caso puntual, sino la manera en que nuestras sociedades entienden la vejez.
El caso de Guillermo no puede ser una anécdota ni una excepción. Debe ser una llamada de atención. Porque lo que ocurrió en ese edificio de Vitacura no es un hecho aislado, sino la expresión de una violencia estructural, silenciosa y persistente que muchas personas mayores enfrentan a diario. Y frente a ella, el silencio ya no puede ser una opción.
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