Reconstruyendo confianzas

La confianza no solo es esencial en el proceso de desarrollo de cada uno de nosotros. Es esencial para la vida de cada día. Nada hay de lo que hacemos diariamente que no requiera de un grado de confianza en el otro. Cruzamos la calle cuando el semáforo está en verde, pues confiamos que los vehículos se detendrán con la luz roja. Comemos el pan comprado, pues confiamos que lo que nos dieron es pan y no otra cosa. Abrimos la puerta cuando alguien la toca, pues confiamos que quien está al otro lado es una persona buena. Nos subimos a un bus, pues confiamos en que quien lo conduce sabe hacerlo. Comemos la comida puesta en el plato, pues confiamos en quien la hizo. Y así tantas otras cosas que ni siquiera pensamos, pues lo damos como algo obvio.

Sin confianza se destruye el tejido básico de nuestra convivencia. Sin confianza caemos en la sospecha mutua que termina socavando todas las estructuras que permiten que vivamos juntos.

Por un lado, no confiamos en el vecino, en la persona que camina, en el almacenero, y así vamos extendiendo los límites de la desconfianza y acabamos no creyendo en absolutamente nadie. Y sin darnos cuenta vamos haciendo de la vida cotidiana una jornada agotadora, pues nadie es digno de nuestra confianza. Comenzamos a vivir sintiendo que estamos solos. Nos hemos quedado solos. 

Sin embargo, ¿por qué ellos deberían confiar en nosotros? ¿Qué hace que nosotros seamos distintos a los que no son dignos de confianza? ¿Qué podemos mostrar para que ellos sí crean en nosotros? ¿Acaso lo que respondamos no podría ser también la respuesta de los demás?

Estamos en un tiempo en que debemos reparar las confianzas, pues de ese modo podemos construir país. Para ello no hay que partir del polo más alejado de nosotros. Tenemos que partir de los que están más cerca. De los que viven con nosotros. De los que trabajan con nosotros. De las personas que son parte de nuestro tejido más próximo.

Se reparan las confianzas cuando aprendemos a saludar. Cuando nos interesamos por el que está al lado. Cuando nuestro apretón de manos es verdadero. Cuando al hablar miramos a los ojos. Cuando regalamos una sonrisa. Cuando actuamos hacia el otro no como si fuera un enemigo, sino un compañero de camino. Cuando despertamos la simpatía a nuestro lado.

Cuando queremos alcanzar la cumbre de un cerro o de una montaña, no hay que pensar en la cumbre. Hay que pensar en el pequeño paso con el que hay que comenzar, y luego en el que sigue, y así podremos ir sintiendo el gozo de ver que a cada paso, ya no estamos tan lejos como al inicio.

Qué distinto sería todo si nuestras palabras en casa buscaran cultivar esta mirada hacia los demás. Qué distinto sería todo si en el trabajo nos refiriéramos con respeto hacia los que están cerca y los que están lejos.

Dios fue el primero en confiar. Nos entregó la creación para que la cuidáramos, para que la hiciéramos crecer, para que a nadie le faltara su lugar. A pesar de todo, lo sigue haciendo. Sigue creyendo en nosotros. Sigue confiando en que lo haremos bien.

La confianza no es tan difícil de encontrar. No debemos cavar profundo. No debemos viajar al extremo del mundo. No debemos invertir lo que no tenemos. La confianza la ponemos nosotros cuando de verdad lo queremos hacer.

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