Una muchacha pasea un perro por la comuna de Ñuñoa, sorpresivamente dos jóvenes le exigen que el animal se desplace libre: “perro sin correa”, es la consigna. Querían sumar a su bramido acechador a otros transeúntes, quienes miraban impertérritos.
En la joven cuestionada, pueden observarse algunas virtudes: le gusta su perro, tiene la voluntad de destinarle tiempo y respeta la normativa sobre tenencia responsable de mascotas y animales.
En las otras jóvenes, puede percibirse una inconciencia en cuanto al uso de la correa, objeto utilizado para que el perro no sea un peligro para él mismo y, además, limita la posibilidad de que agreda a un ser vivo. Por otra parte, esa acción puede inhibir la persistencia de la virtud (tener y pasear un perro) e imponer modos y comportamientos únicos y reductivos.
Creerse poseedor/a de una verdad, querer personificar una pureza total que se manifiesta cada vez que se juzga y excluye a todo quien no se ajusta a sus cánones, es la incapacidad de reconocer las propias tensiones que cargamos y descargamos cotidianamente.
Sin encono, pero con urgencia, es necesario reflexionar sobre el fanatismo prevaleciente en grupos que, en nombre de la tolerancia y la bondad, totalizan a una persona a partir de un rasgo, ocultando las múltiples características y contradicciones que nos constituyen como seres humanos.
Este patrón conductual podemos encontrarlo en innumerables acciones y máximas conceptuales y morales sostenidas de modo irreflexivo, modelo utilizado para resolver un problema o una diferencia, pauta que legitima una reacción mecánica que, muchas veces, desconoce la vigencia de un Estado de Derecho y el respeto a los Derechos Humanos.
Hoy, la principal lapidación se realiza a través de las redes sociales, en ese espacio, justos y pecadores pueden ser devastados y comunitariamente aniquilados. Facebook, Twitter, Instagram y otras aplicaciones, facilitan castigar a una persona por tener la “impertinencia” de no cantar o de esbozar un canturreo prescindiendo de los acordes inquisidores/as.
Para estos guardianes de la conducta y la moral no vale separar entre un hombre o mujer que comete un delito u abuso y quien expresa una opinión, un comentario o un discurso que no se balancea al ritmo de su existencia.
Para ellos y ellas son todos “humanoides”, como catalogó a los comunistas el tristemente recordado Almirante Merino, quien bajo el supuesto de que no creían en Dios ni en la democracia (por cierto su particular democracia) dijo que no calificaban para ser totalmente seres humanos.
La anécdota de la muchacha que paseaba el perro, devela un riesgo que puede hacernos retroceder a los tiempos de Dictadura, respecto a la vigencia de los derechos humanos, no sólo como un mandato irrenunciable del Estado, también como referente relacional entre iguales.
Estas restricciones grupales nos invitan a cometer la fatalidad de reducir la diversidad social y de pensamiento, a menospreciar la diferencia, despojándola de sus beneficios transformadores, cargándola de esquirlas amenazantes, de acabose y degradación.
La práctica de las verdades no puede ser implacable e impositiva, la conjunción de certezas es la disputa habitual de ideas que seducen y cautivan en función de mejores condiciones para vivir con otros y otras, habilitando en ese otro y otra, sus ideas y creencias.
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