Del inquietante prosista nacido en Praga y creador de La metamorfosis, El castillo y El proceso, se decía en las Observaciones generales de un informe del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo: el doctor Franz Kafka es un trabajador excepcionalmente dedicado, de magníficas dotes y magnífico sentido del deber.
Sin embargo, estas virtudes profesionales no le impedían conocer mejor el profuso catálogo de cafés, bares y cabarets de la ciudad que el de sus teatros y salas de conferencias, a quien, juzgado sólo por su escritura, podía suponerse un hombre inaccesible, malhumorado y carente de alegría de vivir.
El Trocadero y Eldorado serían atractivos lugares de esparcimiento en las tenaces trasnochadas que Kafka emprendía para olvidar la abrumadora jornada oficinesca. Abiertos hasta la madrugada ofrecían comidas frías, aguardiente y champaña que servidas por camareras o animadoras deleitaban a los disolutos nocherniegos.
Asimismo, la adolescencia estudiantil de Franz no estuvo exenta de riesgosas andanzas. Por ejemplo, superar, en connivencia con un compañero, el temido examen de griego consiguiendo previamente los textos gracias a prolijas citas con la fámula del profesor, bien dispuesta luego de alguna retribución.
En términos políticos, notorias fueron sus simpatías por el movimiento socialista, de vasta resonancia en el proletariado checo. Y, aunque no conociese los principales textos marxistas, sí llegaría a ponerse el clavel en el ojal; peligrosa e irreverente actitud, tan problemática en el colegio como en la casa.
En Praga, el clavel era un signo de los trabajadores organizados que su padre estimaba enemigos naturales. La pública identificación con esos colores ratificaría el recelo de que el díscolo muchacho militaba en el partido “del personal”, al cual, en el negocio familiar trataba con excesiva confianza, según la crítica opinión paterna.
El interés por la “cuestión social” venía de lejos. De niño Kafka se interesaba en el futuro de personas tan subordinadas como él; ahora sabía que los asalariados eran capaces de ayudarse a sí mismos y a otros aún más débiles. Él, sin ser socialista, mantuvo su simpatía hacia la izquierda, actitud nada fácil en una sociedad que solía calificarla de sospechosa de alta traición.
Las Memorias de una socialista de Lily Braun, de reiteradas lecturas, acaso haya sido el libro que más veces obsequió.
En 1909 ocurre algo asombroso. Louis Blériot franquea el Canal de la Mancha en poco más de media hora, volando desde Calais hasta Dover. Un mayúsculo triunfo de la humanidad, siempre atenta al incremento de las velocidades. Kafka y algunos de sus compinches, al tanto de los avances técnicos, se interesaban especialmente por quienes eludían las leyes gravitacionales.
Veraneando con los hermanos Max y Otto Brod en el lago Garda, al norte de Italia, se enteran de que Blériot, junto a la flor de los pilotos del planeta, exhibiría su maestría en un festival aéreo en Brescia. Encandilados por la noticia renuncian a la holgura del hotel y deciden asistir al encuentro.
Atraviesan el lago en vapor: cuatro horas y media con cambiantes perspectivas del paisaje alpino; luego de un trayecto en ferrocarril llegarían a Brescia. Max Brod y Kafka apuestan quién escribía el mejor reportaje sobre ese certamen que conjugaba la política, la intelligenza y la técnica como nunca antes en Europa.
En medio de periodistas del mundo, literatos de la talla de il Vate Gabriele d’ Annunzio, el monarca Víctor Manuel III y un variado surtido de condesas y princesas, central resultaría la presencia del maestro operático Giacomo Puccini, amante de los automóviles de velocità massima.
Kafka, admirado por la incoherencia entre las titánicas hazañas de los aviadores presentes y su aspecto físico de corte más bien vulgar, describe al norteamericano Glenn Curtiss como un ser enjuto, solo y tranquilo sentado delante de su hangar leyendo por horas la misma página de un periódico.
También tuvo ojo para las celebridades: de Puccini resalta una “cara vigorosa y nariz de bebedor”; a D’ Annunzio lo describe “pequeño y enclenque, bailoteando con aparente timidez ante el conde Oldofredi, uno de los personajes más importantes del comité organizador…”.
Nada complacido, el gran decadentista comentaría con el autor de Kaputt, Curzio Malaparte: “Viene a Italia y no tiene nada mejor que hacer que insultarme.”
Mientras tanto, ajeno a toda elegancia y enfundado en su mono azul de mecánico, Blériot aprestaba su gloriosa máquina voladora, la más insignificante del aeródromo al decir de los especialistas.
Kafka lo narraría de este modo.
“Una larga pausa y Blériot ya está en aire, su torso erguido es visible por encima de las alas, sus piernas cuelgan formando parte de la máquina. Las miradas se elevan enfervorizadas hacia el aviador, en ningún corazón hay cabida para otro. Describe un pequeño círculo y se muestra luego casi en la vertical encima de nosotros. Y todos, alargando el cuello, vemos cómo el monoplano da tumbos, es controlado por Bleriot e incluso remonta. ¿Qué está ocurriendo? Allá arriba, a veinte metros por encima del suelo, un hombre prisionero en una armazón de madera se defiende contra un peligro invisible y voluntariamente asumido. Nosotros, en cambio, seguimos abajo como personajes rechazados e insustanciales, y observamos a ese hombre.”
Más o menos de milagro se conserva una fotografía del instante preciso en que el aeronauta francés pasó casi al alcance de la mano de Kafka que aparece de espaldas y de pie sobre una silla. Durante décadas este registro estuvo en la colección de un italiano entusiasta de la aviación.
Ni Kafka ni Brod se enteraron nunca de su existencia.
En la coda. Los artículos rubricados por ambos amigos corrieron distinta suerte: el de Kafka, Los aeroplanos en Brescia, fue publicado en el periódico Bohemia de Praga, y el de Brod, Semana aérea en Brescia, sería rechazado por la redacción de la revista literaria Neue Rundschau.
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