Los caminos por lo que transita la escritura del historiador, poeta y escritor peruano José Carlos Agüero son ciertamente espinosos, áridos, sembrados de dudas. No dejan lugar para el bienestar.
Sus libros “Los Rendidos” (IEP, 2015) y “Persona”(FCE, 2017) conforman un tipo de reflexión sobre el pasado reciente que no sólo tiene la extraña capacidad de sorprender por su radical honestidad sino sobre todo porque emana una rara luz nueva sobre el impacto de la violencia política en las biografías de quienes la han padecido.
En “Los Rendidos, sobre el don de perdonar” aborda la memoria de las dos décadas del conflicto armado desatado por el Partido Comunista Sendero Luminoso desde el estigma del hijo de terroristas, una perplejidad vital, una incomodidad existencial.
Hijo de senderistas asesinados, el padre en la matanza de la isla penal El Frontón y la madre ejecutada con tres balas por la espalda en una playa de Lima, rechaza situar su testimonio en los polos binarios de la víctima o el verdugo, el mártir o el perpetrador, la memoria o el olvido, el perdón o la venganza, el culpable o el inocente.
Se trata probablemente del texto más profundo y personal de los muchos que se han escrito en tono testimonial, poético, novelesco o analítico sobre la tragedia que azotó al Perú en los años de sangre y fanatismo.
Agüero realiza el quizás más honesto esfuerzo que he visto por acercarse a la complejidad del drama que vivió nuestro vecino en los ochenta y que en muchos aspectos sigue repercutiendo en nuestros días.
Su enfoque es intimista: está hablando de su propia experiencia, pero lo hace desde la lucidez. Su texto se sitúa fuera del antagonismo de las memorias homogéneas y seguras de si mismas.
Contesta las consignas de lado y lado. Pone el foco en las zonas grises para ver la dimensión humana y multidimensional del conflicto. El texto de Agüero muestra que nada es tan simple como lo quieren hacer ver los triunfalistas discursos oficiales o las arengas del extremismo.
En “Persona”, libro que viene a presentar en el marco de la Feria del Libro de Santiago, desaparece el leve rastro de optimismo que pudo dejar en su anterior producción. Aquí ya no hay esperanza, sólo las huellas deshumanizadas de la violencia y el desamparo. Incluso la escritura en prosa ya no basta para decir su desaliento, se recurre al dibujo, a la anotación al margen en cursiva, al poema.
¿No son los revolucionarios unos “enfermos de justicia” que sacrifican el presente en aras de una utopía igualitaria irrealizable? Dirá. “¿Hay algo así como un exceso de justicia? ¿Es como amar mucho pero al revés? Esa rabia con que se busca la justicia sin ninguna consideración es algo que me aleja de mis amigos estos días. Una especie de lujuria de justicia, que hace que esta pierda su potencial de rehacer, de recrear. Y se concentra en su poder para reprobar, sancionar, prohibir, reprimir. No lo sé”.
Tras la muerte de sus padres, dirigentes de Sendero Luminoso se acercaron a Agüero para darle a conocer los nombres de sus asesinos. Sabemos quienes son, le dijeron, y lo invitaron a tomar el puesto de sus padres, y a vengarlos. “Pero si de algo sirve una voz sin poder alguno como la mía, una voz ilegítima, yo prefiero mantener a esos nombres que quizás fueran los que mataron a mis padres en el anonimato (…) Pienso que no tengo clara esta razón, pero que por ahora quiero que sus hijos no hereden ningún estigma. Darles la oportunidad a esos hombres de que hereden a sus hijos su mejor versión”.
¿Son las huellas de la violencia lo único que queda de la historia?
¿Es la memoria una pobre e ilusoria excusa para no caer en la desesperanza?
¿Es el perdón la vía de escape de la violencia? Son tantas las preguntas que surgen de la lectura de los textos de Agüero que si alguien prefiere afirmarse en sus cómodas certezas, mejor que no lo lea.
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