Monólogo para Gabriel después de Macondo

La gloria es una incomprensión y quizás la peor, bajo este apotegma borgeano emprendo lo que, espero, no sea una de las tantas necrológicas que pululan en este mismo nanosegundo en todo el mundo.

Elogiar a Gabriel García Márquez es tarea de sus epígonos y camaradas de partido, tirarle tomates es gesto de mocoso imberbe que no abandona el playstation mientras trollea en Ask.fm.

Por supuesto que el inventor de “Cien años de soledad” ha sido, qué duda cabe, uno de los escritores más célebres que nuestro continente ha dado al mundo.La causa de esta fama es lo que interesa.

Sus credenciales innegables de narrador infatigable y maestro de la lengua española parecen esgrimirse como argumento definitivo, si no existiera la sospecha, bastante legítima, de que más que leérsele, parece haber conformidad con meramente citarlo.

A modo de exhibición de papeles culturales en regla, algún funcionario se despacha un par de líneas de “El coronel no tiene quien le escriba” o “El amor en los tiempos del cólera”.Es el síndrome Neruda que, una vez más, se repite en la cadena de medios que vocean su deceso.

Lástima que la difusión masiva de un artista como él siempre tenga un regusto necrofílico. Se habla de él en todos los canales, en todos los portales como no se suele hablar con asiduidad, ya, de escritor alguno, y solo porque ya está muerto.La fábrica de mitos instantáneos en acción, sin ir más lejos.

Aparentemente la efigie del genio colombiano está destinada a poleras, tazones y nuevas -malas- adaptaciones cinematográficas de sus novelas.

Los periodistas o bien víctimas de un exceso de entusiasmo o de café cargado, fuera de todo buen tono, lo están llamando, incluso, “padre de la literatura latinoamericana”, mote casi obsceno como llamar “tesoro (arqueológico) de la lengua castellana” al coloquial y desenfadadamente carnavalesco Quijote de La Mancha o, peor aún, “trovador de América” al fetiche erótico femenino (y mediocre) de Arjona y que borran del escrutinio público otras voces tan extraordinarias como él (García Márquez, no el guatemalteco melenudo); todo lo que contribuye a un ladrillo más en la pared del reduccionismo al que nos acostumbra la prensa cultural oficial.

La sombra hacia otras grandes figuras de renombre no la hace un García Marquez o un Neruda, sus irresponsables y bien pagados propagandistas culturales la perpetran.

Me llama la atención que nadie evoque, en cambio, el terrible alzheimer que padeció el autor en la etapa final de su vida, sarcasmo del destino, la pérdida gradual del principal sustento de una escritura, la memoria, como un todo, mundo que desaparece arrasado gradualmente por una tormenta en blanco. Sus almenaras, sus laberintos, sus jardines, sus paseantes y estatuas…

De modo terrible, puede releerse el final de la misma “Cien años…” como su perturbadora prefiguración. El poeta que fue este narrador verdaderamente sufrió lo indecible.

Es de consenso global. La memoria de García Márquez fue el escenario en el que se forjó una de sus mejores hazañas: la invención de Macondo y su seductora cosmovisión, en una mezcla genial, muy nuestra, de recuerdos familiares, historia y leyenda, harto socarrona.

El tono mitológico y la profusión barroca de espléndidas metáforas y felices escenas que describen sus libros han tramado un fárrago crítico del cual el mismo autor, como corresponde, tomó irónicamente distancia.

Erróneamente, sin embargo, se ha insistido, una y otra vez, en consignar al autor colombiano, al tramar la saga de los Buendía, como creador de un subgénero de nuestras letras, el llamado realismo mágico, que se entiende como el normal connubio de lo sobrenatural con lo cotidiano más prosaico.

Olvidan sus panegiristas, sin embargo, que la ejecución de García Márquez es más que nada un logrado énfasis de un credo literario que mucho antes había postulado el cubano, Alejo Carpentier en su manifiesto “De lo real maravilloso americano” ya en 1949 y que tiene precedentes ilustres en grandes novelas como “El reino de este mundo” o ”Los pasos perdidos” del mismo autor; la tan poco leída por acá “El señor presidente” de Miguel Angel Asturias de 1947 u otro coloso “Pedro Páramo” (1955), de Juan Rulfo, que también había erigido un pueblo como escenario de sus alucinantes personajes, la tétrica Comala.

Nadie se alarme aquí. Tanto Rulfo, como García Márquez, y muchos otros autores latinoamericanos mantuvieron una explícita deuda con William Faulkner quien basó muchas de sus novelas en el conjetural condado de Yoknapatawpha.

Yo me atrevo a agregar un precursor nuestro, (no creo haberlo oído explícitamente en ningún lado), en la década de los treinta Juan Emar, el olvidado, ambientaba las surrealistas peripecias de sus deliciosamente irreales personajes en la ciudad imaginaria de San Agustín de Tango.

Ahora bien, el efecto colateral de esta peculiar mixtura de remembranzas de abuela, folklore local y excelentes lecturas es lo que parece atolondrar a muchos: la exposición de nuestro continente como un Macondo en tamaño gigante, desde Tijuana a Tierra del Fuego.

Una segunda invención de América ha llenado nuestro continente de miles de turistas de todo el mundo que buscan este gratamente intoxicante brebaje de magia, Remedios la Bella, subdesarrollo y selva que, en realidad, hay en bastante pocos lados.

Los gobiernos facturan con sus programas turísticos con este malentendido, bien por ellos, pero debe entenderse de una vez por todas que el realismo mágico no es la identidad cultural de todo este continente abigarrado y multiforme en el que solo el idioma crea una ilusión de homogeneidad.

Creo sin embargo, que en este lado del continente (a excepción de Chiloé, tal vez, que espera a su gran novelista), hablan más de nosotros las gélidas sombras de la solitaria Santa María imaginada por Juan Carlos Onetti o los demoníacos rincones donde se trama la violencia de clase, la pesadilla y la decrepitud de las novelas de José Donoso, solo por dar un par de ejemplos.

Al fin y al cabo, lo que importa, es lo de siempre.Lea o relea la obra de García Márquez, sus libros han envejecido como el mejor espirituoso que usted pueda imaginar.

Su invención sigue reclamando nuestra atención y la genuina poesía de su prosa seguirá encantándonos e invitando a buscar, al menos en esa memoria fugitiva, el lugar donde podría haber estado el paraíso o la tierra prometida.

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