Cuando sus padres se exilian de París para afincarse en un pueblo aledaño a Bruselas, Alexandra David Néel (1868 - 1969) apenas tenía seis años y en su registro andarín ya figuraban dos solitarios bosquejos: primero, abandona el jardín familiar traspasando la verja abierta; en segundo término, se internaría por un bosque parisino.
Infantiles clarinadas de la futura expedicionaria, orientalista y escritora cuyas publicaciones relativas al budismo tibetano encandilarían a los norteamericanos Allen Ginsberg, poeta y budista observante, y al prosista espontáneo Jack Kerouac. Sendos pioneros de la Beat Generation.
Cumplidos los quince huye unas semanas a Inglaterra. Más tarde, declarándose estoica e incluyendo el Manual de Epicteto en su ligero equipaje, escaparía a Suiza para recorrer los lagos italianos, la falta de efectivo estropea esas andanzas. Sin embargo, prestamente parte a España en bicicleta.
Su devota madre quiso imponerle una educación religiosa, aunque la niña adolescente sentíase anarquista y cautiva: "Lloraba lágrimas amargas sintiendo que la vida se me escapaba de las manos, que mi juventud se esfumaba, tediosa y triste. Desperdiciando oportunidades que pudieron ser hermosas. Mis padres no podían comprenderlo y me hicieron más daño que el peor de los enemigos".
De la mano irían la mayoría de edad y el adiós a la familia: la aventura es mi única razón de ser y la libertad está en abandonar la casa. Instalada en París, estudia filosofías orientales y escribe un cáustico opúsculo contra el abuso estatal, el ejército, la iglesia y la macroeconomía. Ensayo que terminaría imprimiendo por su cuenta debido a la cautelosa negativa de las editoriales.
Pese a triunfar como soprano operática su vocación armónica y espiritual la guían hacia los cantos tibetanos. Asimismo, persuadida de que estando soltera nunca sería respetada como escritora, conferencista o cantante, se casa con Philippe Néel ingeniero de los ferrocarriles tunecinos. Si bien mucho garbo no tuvo ese himeneo ambos lo sobrellevarían custodiando el respeto mutuo.
Y la llamada del Oriente es cada vez más fuerte: "sólo tengo dos opciones: marcharme o marchitarme". Por cierto Alexandra no se agostaría; entonces, los flexibles cónyuges inician una profusa correspondencia mantenida hasta la muerte de él, siempre el gran financista de sus travesías.
Un viaje por la India se prolonga por casi tres lustros. "He emprendido el camino correcto, ya no hay lugar para la neurastenia". Una nueva vida, libre y golondrina, lejos de las ociosas "distracciones" y alienadas formas de "matar el tiempo", emancipada de la autoridad de los adultos o del sistema.
Es el sueño cumplido, irse adonde nadie pudiera encontrarla.
En un santuario indio conoce al joven Aphur Yongden que desea acompañarla en sus correrías. Seducida por sus modos lo contrata ganando así un porteador, cocinero, secretario y ayudante en las venideras traducciones de libros sagrados; pronto lo adoptaría oficialmente.
En 1916, maestra y discípulo ingresan al Tíbet para visitar Chorten Nyima y Tashilhunpo, afamados monasterios próximos a la populosa Shigatse. El Dalai Lama la acoge, bendice e invita a quedarse pero ella se niega, y tras aceptar el título honorífico de maestra budista partirá de la ciudad siendo la primera mujer europea recibida por el líder espiritual y político.
Algunos años después, cumple uno de sus grandes proyectos: llegar a Lhasa - la capital prohibida a los extranjeros - por rutas inéditas. Disfrazada de mendiga remonta una odisea de casi tres años enfrentando fieras, bandidos, funcionarios chinos, hambre, tormentas y encumbradas angosturas.
En una de esas estadías tibetanas, la curiosa peregrina se empecinó con un riesgoso pasatiempo budista: crear un tulpa. Es decir, uno de esos productos de la mente e imaginación de los lamas destinados a la servidumbre; entidades fantasmagóricas de forma animal o humana capaces hasta de emitir olores y sonidos, según se dice.
Los monjes la aconsejan sobre los escollos del juego pues la cosa podría volverse incontrolable. Alexandra ignora la advertencia. Ella quería un auxiliar gordito y de personalidad seráfica, y luego de meses de laborioso proceso emergería una especie de robot sonriente, solícito y seguidor como una mascota, aunque raudo perdería ese encanto adquiriendo autonomía.
La afable sonrisa se volvió pícara y la mirada malévola, lujuriosa.
En Magia y misterio en el Tibet, oscilando entre la ciencia ficción y el realismo mágico, relataría los seis meses dedicados a liberarse del insoportable fámulo: “No hay nada extraño en gestar mi propia alucinación. Lo interesante es que otras personas ven esas formas de pensamientos materializados”, declaró al recibir una medalla de oro de la Sociedad Geográfica de París.
Contingencias por emular el poder divino, semejantes a los trances que ilustra Mary Shelley en Frankenstein o el moderno Prometeo narrando en clave de terror gótico la obsesión del doctor Frankenstein con los secretos del cielo y la tierra forjando la criatura que terminaría destruyéndolo.
O los avatares del trastornado doctor Jekyll, articulando desde sus propias entretelas al misántropo Mr. Hyde en la célebre fábula de Robert Luis Stevenson.
Si bien, ni el severo Jehová pudo impedir que sus vástagos corrieran con colores propios, como lo prueba la crónica de Adán y Eva más la entrometida serpiente, también las reiteradas desobediencias del pueblo elegido, durante su tránsito por el desierto alejándose del cautiverio egipcio.
Superado el momento de vanidad creativa, Alexandra continuaría su legendaria saga de trotamundos hasta el retiro en la provincia francesa; allí saborea con estoicismo el añejado licor de sus 101 años convencida de que la cercanía del final carece de importancia. Justo una temporada antes había renovado su pasaporte, "por si acaso", respondía a quienes le preguntaban por qué lo había hecho.
En 1973 sus cenizas fueron arrojadas al Ganges junto con las de su hijo Yongden.
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