Ya antes del partido la sensación era distinta. Chile se jugaba una nueva final, la que podíamos perder o ganar. Pero solo era eso, una final más para un grandioso equipo. En cambio, Argentina se jugaba más que la final de la Copa América Centenario, se sentía en el ambiente la enorme presión que tenían esos pobres cabros y que claramente Messi y compañía no pudieron soportar.
Ya antes del partido nuestros rivales hablaban de “merecimientos”, la albiceleste no era capaz de tomar su papel de favorito y apelaba a la emocionalidad, a lo moral, estaban asustados, presionados y de eso no hay duda.
“No sienten la música, pero van sintiendo un vago escozor, algo que les dice que se les viene la noche”, escribió Eduardo Sacheri relatando el comienzo de la carrera histórica de Maradona para dejar a medio equipo inglés en el piso y marcar su golazo.
Bueno eso pasó anoche en el Metlife, a medida que pasaban los minutos una dulce melodía iba generando un escalofrío incontrolable en los albicelestes, se les venía la noche, se les venían cuarenta millones de argentinos tratando de entender como un equipo plagado de estrellas no tenía el fuego sagrado de los chilenitos que hacían lo que querían dentro de la cancha.
Anoche hubo dos fuerzas parejas, pero con historias distintas. Chile un equipo formado a pulso, con un siglo de sufrimiento y con ganas indescifrables de ganar. En cambio ellos, con tan solo dos décadas sin ganar se volvieron locos, siguen locos, no saben cómo volver a ganar. Su mejor jugador, el mejor jugador del mundo se va, abandona el barco, ahora el desconcierto es total.
¿Alguien se habría imaginado que nuestra selección generaría un terremoto en la albiceleste? Anoche en Estados Unidos la historia definitivamente cambió, nuestros vecinos soñarán el resto de la vida con Bravo, Medel, Aránguiz, Vidal, Sánchez y compañía, pero sobretodo recordarán para siempre, por los siglos de los siglos a Messi mandando la pelota al cielo y sellando un nuevo fracaso en su almanaque.
Ayer quedó grabado para siempre que Chile cuenta con el fuego sagrado de los campeones, una llama forjada con el sufrimiento de cien años de vergüenzas deportivas y fue ese maldito dolor el que fraguó una armadura impenetrable para nuestros rivales, incluyendo al mejor jugador del mundo que todavía no entiende qué pasó y que nunca supo de dónde venía esa música, ni ese vago escozor que le anunciaba que se les venía la noche… una larga noche.
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