La semana pasada el ministro de Justicia Jaime Campos instó a las iglesias para que se pronuncien en favor de su iniciativa de permitir a los condenados por violaciones a los derechos humanos, en caso de sufrir una enfermedad terminal puedan irse a su casas. Coincidió esta información con la noticia del fallecimiento por cáncer del agente del Comando Conjunto César Palma, recluido en Punta Peuco.
El historial de Palma es decidor. Militante de Patria y Libertad e integrante civil de la FACH estuvo involucrado en el asesinato del Comandante Arturo Araya, edecán naval del Presidente Allende. Fue detenido en agosto de 1973 pero amnistiado después del Golpe. Como agente represivo de los aparatos de inteligencia se lo encontró culpable del secuestro de Humberto Fuentes (1975) y Carlos Contreras Maluje (1976), así como de otras causas de desaparición forzada. Escapó del enjuiciamiento penal hasta el 2008, año en que fue internado en Punta Peuco. Cuatro años después obtuvo el beneficio de salida diaria de este recinto, para luego comenzar a recibir tratamiento hospitalario externo.
¿Debió ser liberado el agente César Palma cuando se le descubrió el cáncer terminal que lo aquejaba? Desde luego que no. Independientemente de que él pudiera acceder a los beneficios propios de una atención hospitalaria a causa de su enfermedad terminal, la excarcelación por edad avanzada o crítico estado de salud sencillamente no corresponde. Lo mismo cabe decir de otros casos semejantes.
Un indulto por razones humanitarias - que pudiese ser válido para responsables de delitos comunes, incluso si hubieran sido sancionados penalmente por la comisión de hechos de sangre- no aplica para los condenados por crímenes contra la humanidad. Los agentes de la dictadura actuaron como parte de un sistema represivo de la dictadura, no movidos por un asunto de personas individuales sino obedeciendo órdenes de mandos superiores, a sabiendas de que su práctica criminal era parte de un plan sistemático de exterminio de opositores al régimen.
El Tribunal de Nuremberg (1945) definió como “crímenes contra la humanidad” el asesinato, el exterminio, la esclavitud, la deportación y otros actos inhumanos cometidos contra la población por motivos políticos, raciales o religiosos.
El Tribunal Penal Internacional de la ex Yugoslavia así como el de Ruanda y el mismo Tribunal Penal Internacional (TPI) tipifican la tortura y la desaparición forzada de personas como crímenes contra la humanidad. Son actos atroces de represión que se distinguen del genocidio pero que responden a la violación de derechos humanos como parte de una política sistemática y generalizada del Estado, sea en tiempos de guerra, sea en tiempos de paz.
Ningún perpetrador de este tipo de crímenes de lesa humanidad puede invocar en su defensa la orden debida a un superior. No cabe tampoco para estos delitos la aplicación de una amnistía o acogerse a atenuantes o eximentes en el cumplimiento de una pena dictada en derecho por un tribunal de justicia.
Más aún, la persecución en justicia y sanción penal de los culpables de los crímenes contra la humanidad se halla sujeta a “jurisdicción universal”.
Esto significa que si Chile se desiste oficialmente de cumplir con sus obligaciones en esta materia, cualquier Estado o eventualmente el Tribunal Penal Internacional puede ejercer su jurisdicción para asegurar que los perpetradores deban enfrentar la sanción efectiva por actos violatorios de los derechos humanos cometidos en nuestro país.
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