Los problemas de la infancia son muy graves, reza el encabezado de una carta que firman miles de entusiastas adherentes, incluidos entre ellos ex personeros de gobierno y miembros de la sociedad civil, que en algún momento pudieron haber peleado con más fuerza por la prioridad por la infancia que ahora alegan.
En esta carta se establece lo que desde los años noventa, es contenido de múltiples informes que se apilan en las oficinas gubernamentales: en Chile los derechos de los niños y niñas no están protegidos, más aún, el Estado los vulnera cotidianamente.
La carta señala lo problemático de tener políticas públicas atomizadas y una falta de coordinación intersectorial. Se refiere indirectamente a la ausencia de voluntad política del Estado y acaso deja entrever esa negligencia sistemática, que ha permitido eludir la responsabilidad de no hacer algo para corregir las graves vulneraciones de derecho y las malas condiciones de vida de miles de niños y niñas, aun cuando se cuente con antecedentes de lo que ocurre y se tenga el poder para hacerlo.
Es una carta que encarna las contradicciones más profundas de la posición de la sociedad chilena respecto a la infancia.
No se habla de derechos sociales, sino de ciencia; no se habla de condición de pobreza, marginalidad y exclusión sino de “adversidad biopsicosocial”.
Como suele suceder, no aparece el niño o la niña, se dibuja más bien el problema que significará tener “adultos más enfermos”, debido a cómo afectará el “desarrollo de sus cerebros” dicha adversidad.
No aparece la sociedad, mucho menos el Estado y nuevamente se deposita en los individuos y las familias –que a estas alturas podrían catalogarse como individuos extendidos- toda la carga de la responsabilidad por su buen desarrollo. Nada exige del Estado, más que reformas o políticas públicas mejoradas técnicamente, quizás más transparentes en sus orígenes. Más bien parece que se plantea el mejor escenario para una omisión permanente.
¿Qué es lo que se teme? ¿Por qué no hablar de sujetos? ¿Por qué no hablar de sociedad? Los niños y niñas en nuestro país han sido propiedad de sus familias o del Estado, según sus condiciones de vida, y han sido permanentemente puestos al final de una larga fila de situaciones urgentes desde el punto de vista político, al final de toda consideración.
Su condición de sujeto ha sido obviada, invisibilizando su subjetividad, oprimiendo sus potencialidades y negando su capacidad colectiva y social. Al niño y a la niña se les considera como futuro, pero se les teme en el presente.
De hacer efectivos los derechos de esa Convención Internacional firmada al fragor de una recién estrenada democracia, el país debería reconocer que los niños y niñas tienen derecho a la salud, a la educación, a la vivienda, a vivir dignamente, a participar, a organizarse y un largo etcétera. Pero esos derechos los vemos conculcados a diario como adultos, producto de una progresiva privatización de los derechos sociales. Las maniobras elusivas que durante 25 años han predominado en materia de infancia, quizás obedezcan a la gran dificultad que supone conciliar los derechos con el actual carácter del Estado chileno.
Entonces, al margen de que uno pueda felicitar que hoy –nuevamente- un Consejo Asesor esté diseñando una ley y una política, actualizadas, o pueda felicitar que miles de personas firmen una carta exigiendo prioridad por la infancia, aun sin juzgar las buenas intenciones que hay detrás de los individuos que ejecutan estas acciones, todavía hoy persiste y es legítima la pregunta por el valor que el niño y la niña tienen en este país, por la experiencia común que se les ofrece y sobre todo, por la responsabilidad ética que le cabe a la sociedad y especialmente a las autoridades en esta negación sistemática de un estatuto de sujeto, de un reconocimiento intersubjetivo, social, que al decir de Honneth, pasa también por la construcción de parámetros universales –derechos- que posibiliten esa experiencia, para superar la larga historia de menosprecio a la que han sido condenados los niños y niñas en nuestro país.
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