Las multitudinarias movilizaciones sociales de octubre-noviembre del 2019 tuvieron como respuesta del gobierno de Sebastián Piñera una dura respuesta represiva hacia sus participantes. Piñera, según el mismo lo dijo, consideró estas masivas manifestaciones ciudadanas, de jóvenes especialmente, como una “guerra”.
Con ese estímulo los jefes de las unidades antidisturbios de carabineros, colocaron particular “energía” para complacer el ánimo confrontacional del Jefe de Estado y desataron una brutal represión en contra de los manifestantes.
Impulsados por la furia del gobernante hubo efectivos que pusieron especial saña en destacarse, golpeando brutalmente a los participantes que quedaban aislados en calles o plazas, como Oscar Pérez que fue aplastado entre dos zorrillos en plaza de la Dignidad o el joven agredido a puntapiés y lumazos en Puente Alto o un adulto mayor golpeado en una vereda de Plaza Ñuñoa, como innumerables casos denunciados por las tomas de cámaras de televisión.
También hubo innumerables jóvenes maltratados en unidades policiales que sufrieron golpizas y abusos sexuales, los antecedentes sobre los tormentos y abusos anteriores fueron denunciados en documentos detallados del Instituto de Derechos Humanos de Chile, así como por Human Rights Watch y por las respectivas comisiones especializadas de la Organización de Estados Americanos y de las Naciones Unidas.
En el clima provocado por las arengas oficialistas y la violencia verbal de la alta jerarquía institucional hubo funcionarios que se destacaron en el afán de hacer un daño irreparable.
Fueron oficiales de Carabineros que violando sus deberes profesionales, con la intención de causar el mayor daño en los manifestantes, quienes sin ningún control, dispararon las escopetas anti disturbios directamente al rostro de los jóvenes, hombres y mujeres, que participaban en las movilizaciones.
El resultado era inevitable y previsible. Los millones de perdigones lanzados en miles de cartuchos destruyeron órganos vitales de las personas que sufrieron sus impactos. Centenares de jóvenes fueron mutilados, una parte de ellos, quedaron ciegos de por vida. Piñera instigó una catástrofe humanitaria que no borrará nunca. La crueldad de las golpizas y el dolor de las mutilaciones de la violencia policial le perseguirá siempre. Jamás un Presidente civil había provocado un daño semejante.
Ahora, ante la alarma de grupos fácticos de ultraderecha por la decisión de la Contraloría General de la República de indicar las responsabilidades administrativas de los generales, cuya ubicación en la cadena del mando les determina un rol esencial en la toma de decisiones, el ministro del Interior señala amenazante: “los generales van a defenderse”, definiendo con ello, una vez más, la ubicación del gobierno al lado de la impunidad, en contra de la verdad y la justicia. Nunca, junto a las víctimas.
Los artículos de prensa que han informado de la fiscalización de Contraloría dicen que indaga los “protocolos del uso de la fuerza” en los hechos en que centenares de jóvenes fueron heridos con daños irreparables, de inmediato, voces autoritarias han replicado señalando que la misión de los generales es un “rol estratégico y no operativo”, excusa para situarlos en una especie de “limbo”, un salón reservado y exclusivo que les garantiza impunidad.
Esta coartada para blanquear la culpabilidad de los generales-jefes no se usa por primera vez, bajo la dictadura se ocupó como defensa para crímenes atroces. Fue el caso de la terrible “Caravana de la muerte”, que asoló Chile masacrando civiles inocentes para sembrar el terror en el mundo popular, en los partidos de izquierda y en el seno del propio Ejército. Fue expresión plena del terrorismo de Estado.
En el debate que se generó en los años 80, por el libro e investigación histórica de Patricia Verdugo, “Los zarpazos del Puma”, que denunció esos crímenes de lesa humanidad, los hechos no dejan duda de la responsabilidad de Sergio Arellano Stark, general-delegado de Pinochet, jefe de la misión encomendada al grupo de efectivos ejecutor de los asesinatos, que actuaba junto a él desde el helicóptero Puma del Ejército que les transportaba, a ellos y el armamento que usaron en los ametrallamientos de las víctimas, siendo además físicamente portador de la Orden del Comandante en Jefe, el dictador Pinochet, a fin de imponer autoridad sobre el Jefe militar en cada lugar, incluidos los generales de división respectivos.
Los defensores de Pinochet que dio la Orden y de Arellano Stark que la hizo cumplir estremeciendo de horror el país, tuvieron la osadía de sostener que los terribles fusilamientos ejecutados en los recintos y unidades militares a los cuales llegaron a sembrar la muerte y el terror no eran de su responsabilidad como general al mando.
También el genocida, Manuel Contreras, Jefe de la DINA, entre 1973 y 1977, la defensa sostuvo que era intocable y en el juicio por el crimen de Orlando Letelier, el alto mando con Pinochet a la cabeza se insubordinó e intentó imponer a la autoridad civil de la época la “doctrina”, que los generales eran inimputables. Hubo muchos que vacilaron, pero prevaleció la justicia.
Esta posición deplorable y vergonzosa, lleva a una conclusión inaceptable, que en los actos represivos por atroces que sean la responsabilidad penal y administrativa sólo cabe a los oficiales subalternos y que quienes ostenten el grado de general son inalcanzables. Se pretende un fuero o impunidad de facto para tales infractores de la ley. En ningún lugar del mundo, ni en Chile ni en Venezuela, tampoco en Estados Unidos o en Francia, la violación de los Derechos Humanos puede quedar impune.
La idea que hay grados y condiciones que sitúan a ciertos personeros por encima de la Constitución y de la ley proviene desde tiempos inmemoriales, ahora la derecha pretende reeditar esas prácticas para favorecer también a jerarcas civiles como ocurre con el ex ministro de Salud, cuya responsabilidad en la errada estrategia aplicada por el gobierno ante la pandemia pretende ser borrada con las declaraciones destempladas y virulentas de quienes lo defienden. En este caso, la situación es demasiado grave como para que se excusen informaciones falsas y/o engañosas usadas para justificar la adopción de una estrategia que condujo el país a una crisis sanitaria, social y económica sin precedentes.
Es la concepción de un tipo de sociedad en que está asegurada la dominación más brutal porque los jerarcas y represores son intocables, en que la igualdad ante la ley es una ficción.
Esa aberración es totalmente inaceptable. Por eso, la redacción de una nueva Constitución debe contribuir a edificar una nueva sociedad, aquella en que “el hombre deje de ser el lobo del hombre y se transforme en su hermano”, donde nadie pretenda ser un general intocable, traído de la antigua Roma al siglo XXI.
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