Quedé impactada por la desgarradora denuncia de violación a los derechos humanos en el país que hace Lissette Orozco en su documental “El pacto de Adriana”, opera prima de esta directora chilena de 31 años.
He visto varias otros filmes denuncia sobre agentes de la DINA y la CNI como “La flaca Alejandra”, “El mocito”, pero ninguna como esta me provocó tantos sentimientos revueltos de ira, horror, rechazo por la hechora, a sí como compasión por la familia y admiración por la cineasta.
Porque el documental lo filmó la sobrina regalona de Adriana Rivas González, que fue secretaria de Manuel Contreras, el monstruo mayor, y luego agente de la “Brigada Lautaro” del cuartel Simón Bolívar. Su “ídola” cuando pequeña, como ella misma confiesa.
Toda su familia, de una modesta clase media de bajos recursos, celebraba cómo la “Chani” había surgido en su trabajo en la Fuerza Aérea. Una familia que estaba del lado de los golpistas, pero que, como tantas. no quería saber ni quería creer el infierno que se desarrollaba tras bastidores.
La recibían con grandes festejos cuando volaba a visitarlos desde Sidney, Australia, donde se radicó en 1978 (cuando la DINA se disolvió para dejar paso a la CNI). Llegaba con sus mejores pilchas y cargada de regalos. Era el primer miembro de la familia que había “triunfado” en la vida.
Conducida por la propia realizadora en pantalla y en off, la narración muestra la investigación que Lissette hace de los quehaceres de su tía tras su imputación como autora de crímenes de lesa humanidad. Especialmente importantes son sus diálogos con ella por Skype desde Sidney, Australia, en su pequeño pero cómodo departamento donde la invita a visitarla… y donde nos muestra que fue” funada” (“Si no hay justicia, hay funa”) por compatriotas chilenos exiliados por el régimen que ella apoyó.
Adriana recurre infructuosamente a ex colegas buscando coartadas que la exculpen de los crímenes de que se la acusa (casos Conferencia I y Conferencia II, detención con desaparición del dirigente comunista Víctor Díaz) y niega hasta el final haber participado en torturas, pero las justifica como única manera de “quebrantar a la gente”.
Brotan desde la pantalla los sentimientos de dos seres humanos enfrentados por la vida: la tía torturadora y asesina y la sobrina que creyó en ella hasta que la verdad se impone.
Lissette se esfuerza por darle a su querida tía todas las oportunidades para que se defienda. Hasta que aparecen sus primeras dudas acerca del verdadero “oficio” de la “tía Chani”, confirmadas tras los testimonios de ex “colegas” de la DINA, como Gladys Calderón (“ángel del cianuro”), el Mocito y otros verdugos o cómplices de la Brigada Lautaro del cuartel Simón Bolívar.
Además de una entrevista al periodista experto en el tema, Javier Rebolledo, que aclara el modus operandi de la policía secreta confirmando verdades. Sí, el mismo cronista querellado por la hija de un victimario que cumple condena en Punta Peuco, porque se siente afectada en su “honor” en la narración sobre las fechorías de su padre en sus libros reportajes. El ladrón detrás del juez.
En todas estas etapas de su investigación, acompañan a Lissette la madre y la hermana de la victimaria (su abuela y su madre respectivamente), incondicionales de Adriana al comienzo, poco a poco la envejecida madre calla y la hermana le pide que vuelva a enfrentar la justicia.
En la actual arremetida que observamos en nuestro país para impedir que los violadores de derechos humanos paguen sus culpas, luego del ejemplo de Lissette y familia resulta más difícil de comprender aún cómo ciertos chilenos pueden reaccionar tan equivocada y ciegamente a una realidad que los arrastra con los horrores cometidas por sus familiares. Ciertamente, la actitud de Carolina Quintana Poblete, hija del militar Raúl Quintana Salazar, que arremete contra la verdad que denuncia el periodista Rebolledo, contrasta fuertemente con la que tuvieron, penosamente, Lissette Orozco y familia al develar valientemente y con dolor la culpabilidad de Adriana Rivas, la otrora querida tía Chani.
Lo menos que se esperaría de ellos, ya que no hay arrepentimiento, es el silencio para que la justicia pueda operar y que estos crímenes no quedan impunes para alivio de los dolientes y de todos los chilenos.
“El pacto de Adriana”, nombre que se refiere al pacto de silencio que han jurado los verdugos sobre sus fechorías,muestra no sólo la personalidad de una de estas agentes de la policía secreta de Pinochet - escasa educación, arribista, gozadora de los placeres de la vida -, defendiéndose de las imputaciones como gato de espaldas. También el calvario de una sobrina honesta, pero con altos valores éticos, que creyó y ayudó a su tía ídola de su infancia, hasta cuando ya no fue posible.
Adriana Rivas fue procesada en Santiago en 2007 y 2009, quedando con arraigo y firma, pero dos años después huyó a Sidney, Australia.
Su extradición, como la de muchos otros criminales de la policía secreta de Pinochet (Fernández Larios, Pedro Barrientos) aún no se concreta, pese a una reciente insistencia al ministerio de Relaciones Exteriores de acelerar el trámite por parte de las hijas de Víctor Díaz, una de sus víctimas. Hasta que esto no ocurra, la “Chani” seguirá viviendo su infierno libremente en Australia.
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