Las injuriosas y ofensivas palabras de Mauricio Rojas, ministro de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, no son expresiones aisladas y tampoco constituyen novedad en los relatos y las acciones de una parte importante de la institucionalidad y sus autoridades.
No es aislado, porque la decisión del gobierno de no dar curso al proyecto de ley que establecía una indemnización para las víctimas de prisión política y tortura durante la Dictadura y la resolución de la Corte Suprema de liberar a ocho criminales detenidos en Punta Peuco, son marcos referenciales que permiten que un Ministro de Estado pueda tener el desparpajo y la vulgaridad de tergiversar el sentido y propósito de uno de los pocos espacios de memoria que el Estado, en 30 años, se ha encargado de diseñar, construir y mantener.
No es novedoso, porque el sector mayoritario de la derecha nunca ha tenido el coraje y honradez para condenar las violaciones a los derechos humanos y aceptar su derrota moral y ética, la tendencia que ha primado es vaciar de contenido los relatos que pudiesen identificarlos como únicos y exclusivos responsables de la cobertura política y social que permitió el actuar de los militares y civiles en contra de la población y la militancia de izquierda.
No es novedoso, porque entre sus representantes y autoridades no sólo tienen cómplices “pasivos”, también conviven responsables activos de torturas y asesinatos.
Mauricio Rojas es la expresión brutal de quien buscó ventaja y posición en quienes solidarizaron con las víctimas y, posteriormente, a sus compañeros/as les desconoció su condición y dolor, relativizó el rol de los victimarios y se puso al servicio de una maquinaria negacionista.
No es una declaración novedosa porque desde los inicios de la transición hubo quienes, aun siendo víctimas, invisibilizaron el dolor, ocultaron a los actores que resistieron a la dictadura, apostaron por la atomización de las organizaciones de defensa de los derechos humanos y, embriagados por compartir el gobierno, se sentaron en la mesa de la negociación con sus antiguos verdugos.
No cometeré el infortunio de igualar al olvidadizo con el fariseo, quiero enfatizar que Mauricio Rojas ha tenido contexto para permitirse insultar arteramente y esto podría transformarse en un estímulo para enmendar los errores cometidos.
Nada y nadie está olvidado es más que una consigna que permite ordenar una idea: es la esencia de un país que quiere respetarse a sí mismo; mantener su dignidad y poner al centro de los agradecimientos a quienes vivieron la tragedia de manera directa.
Chile tiene una deuda con las víctimas de la Dictadura y si algunos insisten en no asumirla, no podremos construir una sociedad sana y vigorosa.
Las palabras de Rojas horrorizan, indignan y evidencian la necesidad de aunar voluntades para alcanzar verdad y justicia acorde a los crímenes cometidos; reconocimiento y reparación a las víctimas y sus familiares y construir una memoria inclusiva, que mire el pasado en perspectiva de un futuro comprometido con la plena vigencia de los derechos humanos.
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