Hace muy pocos días, en un encuentro inter escolar organizado por el Instituto Hebreo, una alumna de 16 años preguntó a otros jóvenes de su misma edad, pero de otros colegios, si consideraban que era importante recordar la mal llamada “Kristallnacht” o por su verdadero nombre el terrible pogrom del Reich contra los judíos alemanes del 9 de noviembre de 1938 y en tal caso por qué.
Y digo la mal llamada “Kristallnacht” porque en alemán esa palabra tiene una connotación positiva y alegre como si se estuviera celebrando tal tragedia. Hoy en día las propias autoridades alemanas rechazan utilizar este concepto de la Noche de los Cristales Rotos.
Más que la respuesta que brindaron los alumnos durante el referido encuentro, porque, afortunadamente, todos estuvieron de acuerdo en que es un hecho terrible de la historia reciente de la humanidad que obligatoriamente debe recordarse, me parece interesante compartir la explicación de esta alumna acerca de porqué debemos recordarlo.
Y para ello recurrió a la figura de una pirámide, en cuya base, puso la siguiente premisa: propaganda–prejuicio.
Esta primera premisa refleja lo que ocurrió en los albores de la década del 30, en que el ministerio de Propaganda Nazi, liderado por el siniestro Joseph Goebbles, quiso instaurar, a través de la propaganda, la idea anacrónica de que los judíos eran los dominadores del mundo, del poder económico y los principales responsables de la alicaída situación económica por la que atravesaba Alemania, que pocos años antes había sido duramente derrotada durante la Primera Guerra Mundial.
De tanto insistir en la propaganda, con imágenes, pancartas y estereotipos realmente lamentables, se logró instalar el prejuicio contra los judíos, y con ello, casi inadvertidamente, se logró ascender al segundo escalón de la pirámide, la discriminación.
Es así como comenzaron a dictarse leyes raciales y discriminatorias que inexplicablemente fueron aceptadas por el pueblo alemán, pero cuyo antecedente inmediato, al menos en Alemania, no era otro que la propaganda y el prejuicio ya diseminados.
El 15 de septiembre de 1935 se dictaron las Leyes de Nuremberg, que distinguían entre tipos o clases raciales, dejando en el tope a la raza aria y en el fondo a los judíos.
Con el prejuicio y la discriminación ya instalados en la sociedad, fue posible ascender a un tercer peldaño en la pirámide, el de la violencia verbal y física, cuya mayor expresión fue precisamente el tristemente célebre Pogrom del 9 de noviembre de 1938, erróneamente denominado “Kristallnaight”.
Esa noche, turbas de alemanes, cegados por el prejuicio y la discriminación, persiguieron y golpearon hasta la muerte a miles de judíos alemanes, atacando, destrozando y quemando cuanta sinagoga y comercio judío encontraron a su paso.
Como resultado de este Pogrom de noviembre de 1938, más de 250 sinagogas fueron quemadas, más de 7 mil comercios de alemanes judíos resultaron destrozados y saqueados, decenas de personas asesinadas, cementerios, hospitales, escuelas y hogares judíos saqueados mientras la policía y las brigadas de bomberos se mantenían al margen en un silencio y una complicidad simplemente vergonzosa.
Ubicados ya en el tercer peldaño, no fue tan difícil ascender al cuarto y último peldaño de esta pirámide, al del genocidio. En la cúspide de una pirámide cuyos pilares son el prejuicio, la discriminación y la violencia, sólo faltaba lo peor, el Genocidio.
En esta etapa, los judíos fueron despojados de toda humanidad, les tatuaron sus cuerpos con números como si fuesen animales y luego los llevaron a campos de trabajo y de exterminio con el objeto de aniquilarlos como pueblo, y todo ello justificándolo con lo injustificable, existir. Ser judíos.
En un nuevo aniversario de este triste episodio de la historia, es obligación de todos nosotros volver a recordar lo sucedido, honrar a las víctimas y condenar nuevamente a sus autores, pero no sólo para gritar al mundo que NUNCA MÁS deben suceder o permitirse hechos como éstos, sino que para recordarnos que de nosotros depende construir una pirámide en cuya base se elimine el prejuicio y la discrminación y en su lugar se instale la tolerancia, el respecto y la aceptación mutua.
Esa y no otra es la única manera de construir pirámides firmes, sólidas, y que contribuyan a que tengamos una sociedad más inclusiva, más sana y más tolerante.
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