Hace 46 años, un 11 de septiembre de 1973, un profesor universitario llegaba a su salón de clases para impartir la asignatura de métodos de investigación social.
Llevaba bastante tiempo dictándola y en ella enseñaba estrategias para realizar una adecuada investigación social. Era conocido por su mirada de izquierda. Era querido por compañeros de trabajo, de los más diversos colores políticos.
Los estudiantes, que no superaban los 22 años, esperaban sus clases con ansiedad pues en ellas hacía sesudos análisis políticos. Muchos de ellos, hombres y mujeres, participaban activamente en política. Una de las más participativas estaba embarazada.
Ese día martes, el profesor sabía que pasaría algo pues en el ambiente se escuchaba la posibilidad de un Golpe de Estado. No dio mucho crédito a las informaciones. Dictó su clase como siempre, los estudiantes acudieron, se interrogaron sobre las mismas cosas, conversaron sobre la situación actual. Se despidieron como siempre…
Nunca más volvieron a encontrarse. El profesor desapareció; algunos de sus estudiantes también; la joven embarazada fue torturada y encontrada muerta en un sitio eriazo al borde de esa ciudad.
Eso estaba pensando cuando este 11 de septiembre del 2019 estuve impartiendo, en una universidad pública chilena, mi propia universidad de origen, una clase sobre métodos de investigación social. Miraba a mis estudiantes y pensaba cuántos de esos jóvenes podrían estar en la misma condición de aquellos que fueron arrebatados de sus aulas, arrojados al mar o torturados hasta su muerte. Si acaso yo mismo no estaría en la condición de ese profesor recordado hoy en una placa universitaria. Si acaso mi familia no estaría con la memoria rota por el dolor.
Una de mis estudiantes se acercó para mostrarme un inserto que publicó ayer el diario El Mercurio: un homenaje a los violadores de los Derechos Humanos, una burla, una patada en la cara, un golpe de realidad.
Lo cierto es que ha pasado el tiempo, son cerca de 50 años, pero la historia es terca en mostrarse en toda su brutalidad, en repetir sus actuaciones y sus figuras. No es casual. La memoria de los golpistas está viva, su disposición para matar a quienes se interpongan en sus planes, sigue intacta.
También pensé, viendo a mis estudiantes realizar un sentido homenaje frente a una placa que conmemora a los muertos y desaparecidos universitarios, que estamos parados sobre las cenizas de todos aquellos que fueron destrozados por los buitres de la dictadura.
Las universidades públicas en las cuales habitamos hoy, instituciones metidas en la vorágine del mercado, con sistemas de competencia brutales, algún día fueron la casa de aquellos que pensaron un mundo distinto. Un mundo que asustó a los mismos que ahora pagan insertos en El Mercurio, un diario manchado de sangre.
Sentí tristeza al pensar que hoy, luego de 46 años, la intensidad de las diferencias sigue intacta.
Que los mismos actores, la derecha, cuyo portavoz es El Mercurio, sigue intentando marcar el curso de la historia. Me dio vergüenza la tibieza de la transición en materia de enseñanza de los derechos humanos. Pero también sentí el respeto y la dignidad de todos aquellos que siguen en la lucha por una sociedad mejor.
Sentí orgullo por mis estudiantes y colegas, estirpe de aquellas y aquellos que un martes 11 de septiembre de 1973, construyeron la memoria que habitamos. Aquellas y aquellos que mantienen viva la dignididad de una Gladys Marín, de una Carmen Hertz o de un Salvador Allende.
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