Con la llegada del nuevo gobierno se asomó – nuevamente - el discurso de que Chile podría llegar a ser un “país desarrollado” en 2025. Esto mismo fue vaticinado para el 2010, 2015, 2018 y 2020. Parecen fechas del Apocalipsis ya que ninguna se cumplió y no existe la certeza de que la de 2025, quedan siete años aún o dos períodos presidenciales, se vaya a alcanzar.
Pero, ¿qué es lo que significa ser un “país desarrollado”? Podría decirse que se es desarrollado a un determinado territorio que disfruta de los beneficios de su alto grado de avance en ciertas actividades económicas- industriales permitiéndole una fuerte seguridad social, sistema educacional avanzado, sistema previsional robusto, políticas sanitarias oportunas, preventivas y de amplia cobertura, transporte subsidiado, infraestructura y vivienda adecuadas, entre otros ámbitos, elevando la calidad de vida de sus habitantes.
Cuándo se habla de “país desarrollado” se piensa en Noruega, Dinamarca, Finlandia, Escocia, Francia, Irlanda, Reino Unido, Australia, Alemania y otros países que están lejos de nuestras latitudes.
Lo que tienen en común estos países es su bajo índice Gini, o sea, que son bajamente desiguales o altamente igualitarios.
Noruega tiene un índice de 0,259; Finlandia 0.26; Francia 0.32; Reino Unido 0.34 y Chile 0.477. Estamos en el selecto grupo de países altamente desiguales, junto con la mayoría de los países africanos y centroamericanos.
Chile se diferencia de los países desarrollados (o con un bajo índice Gini) en muchos aspectos, pero a tener en consideración sobre el desarrollo en dos.
1) Después de la Segunda Guerra Mundial, un buen porcentaje de la población de estos países quedó devastada junto con el aparato productivo y sus tierras. El Estado, los particulares y las empresas hicieron una gran alianza para el progreso de sus países, aceptando entre todos nuevas reglas del juego que fueran beneficiosas para los tres actores.
2) Según la estructura centro-periferia, ellos serían los centros hegemónicos dominantes de la economía internacional, los innovadores, los adelantados, los que más invierten en ciencia y tecnología per cápita. Bajo esta lógica, los países de materias primas crecen a tasas más rápidas que los industrializados pero con menor impacto, dado que ellos ya cuentan con un piso altísimo y es altamente complejo crecer a altas tasas una vez que se tocó techo.
Chile es un país industrializado pero no es un país tecnológicamente avanzado aún, queda mucho por recorrer. La innovación aún no es materia diaria sino más bien de pequeños esfuerzos personales (o grupales) por incorporarlos en nuestra vida.
El problema que surge ante el posible e imaginario escenario de que seamos un país del primer orden es el cómo llegamos a eso. Una pista, no necesariamente aumentando la productividad.
Nuestro país tiene los recursos necesarios para que podamos llegar a ser un país desarrollado, la cuestión es que esos recursos están altamente concentrados (de ahí viene la referencia del Índice Gini)
Hoy se pretende rebajar impuestos a las industrias, por lo consiguiente la rentabilidad de los socios de una empresa aumentan, bajo la falacia que esto creará mayor número de empleo - el pleno empleo - y que el monto mínimo del sueldo lo debe ver la oferta y la demanda en el mercado laboral sin la intervención del Gobierno de turno o sindicatos.
¿Se imaginan el escenario en que estos dos actores no incidieran en la fijación del monto mínimo?
Si el sueldo promedio en Chile mensual son $280.000 mensuales o unos US$470 anuales, al que se adscribe el 60% de los trabajadores que no pueden negociar el piso mínimo del salario, ¿de dónde sale la cifra que ya estamos en US$23000 per cápita?
Aparece del porcentaje de ciudadanos que poseen tanta riqueza que desvían la media hacia algo poco representativo.
En la Europa pos guerra entendieron que sin un acuerdo donde los que poseen el capital ceden parte de sus ganancias, donde ese porcentaje se traspasa a las personas para aumentar su poder adquisitivo y poder ende el consumo, y que a la vez las personas aportan más impuestos al Estado, y este en su deber de nivelar la cancha, asegura pisos mínimos de bienes y servicios para la ciudadanía, lo que en la ecuación dio como resultado un alto estándar de vida (aunque el modelo de bienestar europeo hoy se encuentra en revisión).
Todos entendieron que la única manera de salir del desastre en que se encontraban era el trabajo en común, que todos debían comprometerse y entregar algo a cambio; no se puede recibir todo gratis cuando en el sistema capitalista todo tiene costos-beneficios-externalidades que asumir.
Sin embargo, tampoco se puede pedir a la ciudadanía trabajar por un sueño dulce de ser un país desarrollado cuando la jornada laboral es una de las más extensas del mundo, con salarios en el tope mínimo con respecto a la OCDE, que lleva a un alto endeudamiento en la banca concentrada, un sistema de salud que no garantiza prestaciones mínimas de calidad o un sistema educacional que desarrolle habilidades necesarias para el siglo XXI. Sin medidas drásticas de parte del Estado, modificando la carga de impuestos para las personas con mayores ingresos y permitiendo el desarrollo de nuevas herramientas para el aporte de las empresas en la sociedad, la meta será difícil de alcanzar.
El debate económico de fondo debiera ser cómo llegamos a ese acuerdo social, qué y cuánto estamos dispuestos a dar, qué deseamos obtener y hacia donde deseamos transitar como sociedad. La discusión sobre cómo el Gobierno se hará cargo de la desigualdad y qué hará para reducirla será interesante, mientras tanto, el titular de ser un país desarrollado quedará en eso, un titular.
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