Reforma de pensiones y la discriminación persistente a las mujeres

La reforma de pensiones ha dejado atrás varios temas centrales para enfrentar las desigualdades estructurales que existen en el país. El sistema de AFP, que se basa en una lógica de cuentas y capitalización individual, profundiza exponencialmente todas las desigualdades que se viven en el mundo del trabajo remunerado. Tras la jubilación, las desigualdades soterradas que existen en el periodo en el que se desarrollan actividades remuneradas se evidencian.

Las desigualdades entre hombres y mujeres dentro y fuera del hogar han sido ampliamente discutidas. Existe una persistente brecha en el promedio mensual del ingreso laboral, allí se estima una diferencia constante entre hombres ($799.141) y mujeres ($632.095). Además, existe una discriminación vertical que se evidencia en el hecho de que las mujeres no acceden de forma masiva a puestos de jefaturas, y de que ellas trabajan principalmente en ramas feminizadas de la producción, donde las medianas de ingresos son inferiores al comparar con ramas masculinizadas de la producción.

Estas discriminaciones, entre otras, tienen impactos directos en los montos de las jubilaciones para las mujeres. En un sistema en crisis, como el modelo previsional chileno, las mujeres son las más afectadas.

Por ejemplo, el 50% de las 538 mil jubiladas por vejez recibe una pensión menor a $232 mil ($151 mil si no se incluyeran los subsidios del Estado). La derecha empresarial ha mencionado que las bajas pensiones de las mujeres se deben a las lagunas previsionales que se producen al momento de ser madres o tener una actividad de cuidado permanente, que las obliga a abandonar sus empleos. Pero, en el debate, se olvida mencionar que las mujeres que cotizaron entre 30 y 35 años, vale decir, casi toda una vida laboral sin lagunas, tienen una pensión que llega sólo a $421 mil, incluyendo subsidios, un monto inferior al actual salario mínimo.

Este modelo en crisis tiene también su manifestación en las bajas tasas de reemplazo para las mujeres. En promedio, la tasa de reemplazo para las nuevas pensionadas en el año 2023 alcanza 18,9% del promedio salarial de los últimos 10 años. Aquellas mujeres que cotizaron entre 30 y 35 años (o sea, trabajaron prácticamente desde los 25 años sin lagunas) registraron una tasa de reemplazo promedio de 21,4%. ¿Cuánto deben trabajar las mujeres de forma remunerada para sostener una tasa de reemplazo que les permita vivir?

La respuesta al fallido modelo de pensiones de cuentas individuales ha sido el subsidio del Estado. La Pensión Garantizada Universal (PGU), que vino a reemplazar el aporte previsional solidario de vejez (APS), y la Pensión Básica Solidaria de Vejez (PBSV), hoy día tiene un monto de $214.296. Este monto es insuficiente para cubrir la línea de la pobreza en un hogar unipersonal, que en abril del presente año ascendía a $229.715. Mucho más lejos está del salario mínimo, que aumenta a $500.000 en julio.

Si ponemos el supuesto de que se aprueba el aumento a $250.000 de la PGU en noviembre, dicho aumento se vería reflejado después de un año, en julio de 2025, en un segmento periférico de las mujeres, y recién en julio de 2030 existiría universalidad, con un monto de $291.901 incorporando los aumentos por IPC. Más de la mitad de las pensiones de las mujeres con el aumento de la PGU seguirían por debajo del salario mínimo.

Además, en el proyecto de reforma ni siquiera se evalúa que las mujeres puedan acceder a la PGU a los 60 años, y se mantiene como un beneficio que se activa para ellas a los 65 años. De esta manera, se las coarta a mantenerse en sus actividades remuneradas de manera camuflada y soslayando el trabajo adicional que todas las mujeres realizan dentro de sus hogares y que no son reconocidos ni remunerados.

En este sentido, es importante que dentro de la discusión de reforma de pensiones se pueda evaluar y repensar la Pensión Garantizada Universal (PGU) como un piso mínimo y suficiente que cumpla con la universalidad y no sea un aporte complementario. Además, es urgente avanzar en que la edad para obtener el beneficio de la PGU para las mujeres sea a los 60 años y reconocer así la magnitud del trabajo que ellas realizan dentro y fuera del hogar.

Llevar la PGU de las mujeres de los 65 a los 60 años, implica un costo aproximado de 0,5% del PIB anual. Por lo que también, en este escenario, se vuelve ineludible pensar en un modelo tributario que persiga gravar al gran capital en una estructura progresiva y de ahí redistribuir recursos para garantizar mejoras sostenidas en los montos de las pensiones. Una reforma de pensiones debe buscar disminuir brechas y fomentar el bienestar después de la etapa laboral. Dejar afuera los debates en torno a la PGU es desatender las urgencias de las personas que no tiene una pensión suficiente, en especial las mujeres, que son las más afectadas en la crisis previsional.

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