Cuando el Presidente Sebastián Piñera definió la educación como una industria, volvió a tropezar con la misma piedra. La misma que hace ocho años, en julio de 2011, lo llevó a sostener que “la educación es un bien de consumo”.
Y es que las palabras son como las piedras. Usted las lanza pero no se puede arrepentir cuando esa piedra ya vuela a toda velocidad hacia el blanco que eligió. Después, cuando queda a la vista el daño causado por esa pedrada errónea, usted debe pedir disculpas. Con el idioma ocurre igual, porque como advierte un dicho popular, “palabras y piedras sueltas no tienen vuelta”.
Así sucedió con el Presidente, cuando afirmó que su proyecto para que los colegios vuelvan a elegir a sus alumnos según sus méritos, busca "dar más voluntad y flexibilidad, para que los que están en la industria de la educación de nuestros niños y jóvenes puedan desarrollar con mayor libertad y flexibilidad sus proyectos educativos".
Al día siguiente, el 15 de enero, recapacitó de su error, en declaraciones a un matinal de la televisión.
“Tal vez la palabra 'industria' no fue la más apropiada, a pesar que yo ví en el diccionario que 'industrioso' significa trabajar con esfuerzo y con coraje", dijo el mandatario.
¿Qué diccionario habrá consultado?
La Real Academia Española de la Lengua define la industria como “conjunto de operaciones materiales ejecutadas para la obtención, transformación o transporte de uno o varios productos naturales”. La industria del calzado utiliza ese producto natural que es el cuero y lo propio hace la industria textil con los hilos y las lanas que convierte en finas telas.
El término “industria” aparece en consecuencia asociado a la producción de bienes, desde fines del siglo XVIII cuando surgió la revolución industrial.
Fue a partir de entonces que las máquinas reemplazaron la mano del hombre para superar la civilización basada en la agricultura. Y la nueva era de la Humanidad se extendió a la fabricación de ferrocarriles, automóviles, aviones, artefactos eléctricos y todo tipo de bienes de consumo.
Pero la educación, no es un bien de consumo ni una industria. Desde los tiempos más remotos de la civilización, es un derecho del hombre a elevar su nivel intelectual, un servicio que el Estado debería asegurar para todos sus niños y jóvenes.
Cuando hace más de 80 años el Presidente Pedro Aguirre Cerda dijo que “gobernar es educar”, lo hizo apoyado en sus convicciones humanistas y su condición de maestro. Lo mismo pensaba Platón en la antigua Grecia, donde tres siglos antes de Cristo afirmaba que “el objetivo de la educación es la virtud y el deseo de convertirse en un buen ciudadano”.
Cuando el Presidente Piñera sitúa a la a educación como bien de consumo o industria, lo hace desde sus convicciones de economista neoliberal.
También pensaba así Milton Friedman, inspirador de la Escuela de Chicago y del sistema económico que impuso por la fuerza la dictadura del general Augusto Pinochet.
Friedman, en un artículo publicado a mediados de 2005, abogaba por “un mercado competitivo de educación privada al servicio de padres que tienen la libertad de escoger la que consideran es la mejor escuela”.
Libertad de elegir la mejor escuela… Como quien elige el mejor automóvil o la mejor lavadora, que en la oferta del mercado son bienes de consumo durables producidos por la industria.
Escoger la mejor universidad…, como quien busca en el supermercado la mejor mantequilla o el mejor yogurt, que son bienes de consumo no perdurables provenientes de la industria agrícola.
Pero en uno y otro caso, aquellos bienes que poseen mayor calidad siempre tendrán un precio más alto, por la ley de la oferta y la demanda. Es lo que ocurre por cierto con la educación, cuando aparece instalada en el mismo nivel de otros bienes transables, dentro de una economía de libre mercado.
¿A qué se debe la diferencia tan profunda entre las visiones de Aguirre Cerda y Piñera?
¿Por qué es tan enorme la distancia entre las ideas de Platón y Friedman?
La respuesta surge de la barrera insalvable que existe entre el humanismo, vinculado a la esencia del ser humano, y el materialismo neoliberal cuyo principal marco de referencia es el mercado.
La Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) observó con atención, hace 13 años, la rebelión de los “pingüinos” contra el primer Gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet.
En ese movimiento, a mediados de 2006, los estudiantes secundarios pedían la reforma de la Ley General de Educación para terminar con los liceos administrados por las municipalidades y recuperar el papel que tuvo el Estado en la formación de sus futuros ciudadanos.
“Para la UNESCO, advirtió entonces la organización internacional, la educación es un bien público y un derecho humano del que nadie puede estar excluido". "Concebir la educación como derecho y no como un mero servicio o una mercancía, exige un rol garante del Estado para asegurar una educación obligatoria y gratuita a todos los ciudadanos, porque los derechos no se compran ni se transan".
La postura de este organismo técnico admite la existencia de colegios o universidades en manos privadas, aunque sobre la base de que “la libertad de enseñanza no conduzca a la desigualdad de oportunidades de determinados grupos dentro de la sociedad".
Es decir, el conocimiento debería estar al alcance de todos, ricos y pobres, hombres y mujeres, blancos, negros o mestizos.
Eso proponía Sócrates, maestro espiritual de Platón y otros jóvenes griegos. Pero su propuesta fue considerada a tal punto peligrosa, que las autoridades de Atenas lo condenaron a muerte.
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