Uno de los debates que se mantiene a nivel nacional, desde hace décadas, es sobre el estado en que se encuentra el patrimonio cultural y natural del país. Somos todos testigos del daño y abandono de bienes materiales (edificios, esculturas, monumentos, restos arqueológicos, escuelas, muebles, etc.), junto con el escaso apoyo a personas que practican ciertos saberes o haceres ancestrales y otros bienes intangibles como son la cocina popular, el baile, la música, las payas, el juego tradicional, entre tantos otros.
Conocemos de los esfuerzos que realiza el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, y diversas fundaciones, pero todo es poco. Respecto a los bienes naturales, basta sólo mencionar lo que le ha sucedido al "abuelo" alerce de 3.000 años en el sur, y a tantos santuarios de la naturaleza, donde se destruyen especies vegetales y animales de todo tipo.
Una de las actividades de mayor reconocimiento de sensibilización hacia estos bienes, ha sido sin duda, el Día de los Patrimonios, que evidencia el interés que tiene la ciudadanía en general de conocer y valorar estos "tesoros" humanos y materiales que con dificultades aún el país puede, mantener. Sin embargo, hay una carencia en la formación de ciertas generaciones que cabe tener presente, y que explica en parte el actuar social de algunos grupos, para los que pareciera que nada tiene valor, más allá de todas las causales sociales y los problemas de salud mental que expliquen su comportamiento destructivo. Ello es: la educación patrimonial, que es parte de la formación cívica.
Si bien es cierto que en los planes y programas de todo el sistema educativo hay actividades tendientes a conocer la historia y algunas expresiones del patrimonio cultural y natural, ello no es suficiente y menos aún si se desarrollan entre cuatro paredes. Para que un bien se constituya en un patrimonio valioso para un grupo social requiere ser "activado" a través de diversas actividades relacionales que ejecuten las personas, en este caso los estudiantes, y si ello no se hace educativamente con toda la metodología y amor que corresponde, no es sentido como tal. Además, las valorizaciones patrimoniales van variando; cada generación de un determinado grupo social y a su vez cada persona resignifica ciertos patrimonios según sus historias y subjetividades, por lo que no pueden homogeneizarse ni imponerse. Si se pueden sustentar en base al bien común, al aporte identitario y hasta por el valor estético y económico que tienen, por ejemplo, para el turismo.
Demás está recordar cómo en los países desarrollados, por ejemplo, las casas donde vivió un determinado intelectual o artista están protegidas y se encuentran en las mejores condiciones, apoyado todo por la venta de libros, postales, videos, etc. Nosotros todavía no podemos recuperar siquiera todas las casas donde vivió Gabriela Mistral, como las de Santiago y Los Andes. La situación de las residencias de Pablo Neruda es un poco mejor y demuestra que son acciones que se pueden realizar.
Por tanto, se hace necesario desde la educación parvularia iniciar este tipo de contacto de los niños y niñas con ciertos bienes culturales y naturales que pueden ser de su interés, y conocer otros que son de sus padres o abuelos. En ese sentido, las experiencias de desarrollar currículos culturalmente pertinentes que con sus comunidades hemos realizado en el Santiago histórico, en Castro y actualmente en San Bernardo, van en esa línea, junto con las que realiza el pueblo tribal afrodescendientes y los originarios, quienes valoran sus culturas.
Ojalá que el ministro de Educación que plantea un cambio de paradigma y flexibilizar lo curricular, incorpore a través de los organismos pertinentes algunas de estas sugerencias, y podamos preservar, revalorizar y resignificar nuevos patrimonios, considerando a las diversas generaciones y grupos socio-culturales del país. Chile debe cuidar sus patrimonios, antes que desaparezcan; la educación patrimonial puede ayudar en ello.
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