La discapacidad no es un hecho aislado y tampoco es una condición que afecte a algunas personas. En Chile el 20% de la población tiene algún tipo de discapacidad (ENDISC, 2015) y según datos de la ONU, en el mundo esta cifra llega al 15%, es decir, unas 1.000 millones de personas. Pese a que se trata de la minoría más grande a nivel mundial, la sociedad, y en particular los Estados, hace muy pocos años han reconocido que la visión con la que históricamente se abordó la discapacidad (enfoque médico) invisibilizó los derechos y deberes de este grupo.
El tránsito cultural que implica pasar de un paradigma a otro supone un compromiso activo de parte del Estado y los ciudadanos, mediante esfuerzos comunes y particulares, campañas de comunicación y políticas públicas.
Los mitos y las barreras que han impedido a las personas con discapacidad ejercer sus derechos plenamente y participar en la vida social, no desaparecerán sin una voluntad política, una estrategia de largo plazo, medidas de acción afirmativa y el compromiso de cada ciudadano y ciudadana.
Espacios públicos y privados con accesibilidad universal tienen la capacidad de cambiar el día a día y eliminar las barreras de acceso que las personas con discapacidad enfrentan en la cotidianeidad. Por el contrario, edificios sin rampas de acceso o inclinaciones fuera de norma, veredas sin en el ancho mínimo para una silla de ruedas, locomoción pública sin acceso preferencial, ausencia de ascensores o en mal estado, mesones de atención al público sin la altura adecuada y baños sin acceso universal, entre otros, impiden la participación y convivencia social incrementando prejuicios y alimentando los sistemas de segregación.
Las barreras a la accesibilidad física son el resultado de prejuicios y creencias que nacen del desconocimiento del otro, producto de una falta de convivencia que genera un círculo vicioso de aislamiento social.
Nuestro sistema de educación permite la exclusión de niños, niñas y adolescentes (NNA) con discapacidad, al contar con la mayor tasa de alumnos (183.373) que asisten a escuelas especiales de los países de la OCDE.
Este modelo no los forma en competencias para el trabajo, no les entrega una certificación de IV Medio rendido, por lo que no pueden trabajar en el Estado, manteniéndolos excluidos de la convivencia y favoreciendo la segregación social que profundiza la discriminación e ignorancia.
No hay paz sin educación inclusiva, porque la segregación genera violencia. No hay desarrollo sin educación inclusiva, porque la segregación genera pobreza.
Es necesario considerar que nuestro país, como el mundo, está envejeciendo y que la prevalencia de discapacidad aumenta significativamente a partir de los 60 años, llegando a un 38.3% (ENDISC, 2015). El respeto y valoración de la diversidad a través de la educación inclusiva, así como la construcción de espacios accesibles, son una inversión imprescindible para un país que aspira a una mejor calidad de vida para todos sus habitantes.
Que este Día Internacional de las Personas con Discapacidad nos haga reflexionar y cambiar el rumbo.
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