El concepto de “leve mejoría” no es afortunado, es más bien lo contrario, y puede sumarse al glosario de malos términos comunicacionales utilizados por las autoridades sanitarias, como el plan de retorno seguro o el de nueva normalidad, pues siempre que estos se han instalado en el discurso público, ha habido un aumento en el número de casos diagnosticados.
Más allá de esto y la razonable preocupación sobre un posible rebrote, quiero poner el foco en la salud mental y el bienestar psicológico de la población.
La “leve mejoría” aplica a la disminución de nuevos casos de COVID-19, pero ¿podemos hablar de leve mejoría en salud mental de las personas? Lamentablemente, no. ¿Y por qué no? Porque, el COVID-19 ha generado una profunda crisis que no solo es sanitaria, sino también humanitaria.
Al parecer el contagio disminuye, pero los determinantes sociales de la salud se disparan. Es imposible, por tanto, pensar en una leve mejoría, si las personas están pasando hambre, si las personas no se sienten seguras y si las personas no perciben que tienen control sobre lo que les pasa cotidianamente.
Lo que viene es de pronóstico, al menos, reservado. Sabemos que crisis como la generada por el COVID-19, impactan profundamente en la salud mental y bienestar psicológico de las personas y esto a su vez tiene un gran correlato con las enfermedades no transmisibles.
Por tanto, me atrevo a anticipar, que una vez que se logre controlar al coronavirus, las próximas “pandemias” serán las enfermedades crónicas y aquellas que afectan a la salud mental.
Lo hago basado en resultados de diversos estudios realizados en nuestro laboratorio, los que nos han permitido demostrar que existe un fuerte vínculo entre estrés psicológico y alteraciones metabólicas como elevación de glucosa, triglicéridos y colesterol.
Asimismo, hemos confirmado que las personas más estresadas presentan mayor obesidad abdominal que aquellas menos estresadas, tienen una alimentación menos saludable y están más expuestas a factores de riesgo cardiometabólicos. De esta forma, los efectos del COVID-19 se harán sentir fuerte en salud mental y física.
Pero esto es más grave aún, pues sabemos que quienes son más afectados son aquellas personas que presentan mayor vulnerabilidad social, comprobando una vez más que el perfil epidemiológico poblacional o la distribución de enfermedades no es aleatoria y más bien está profundamente relacionada con su nivel socioeconómico. Las personas más vulnerables, han sido mayormente impactadas por el COVID-19 y todo lo que lo rodea: incertidumbre, desempleo, muerte de seres queridos, sobre-endeudamiento, etc. El acceso a salud y protección social ha sido limitado. Las ayudas que se les han brindado han sido insuficientes, tardías y asistencialistas.
Si las personas eran pobres antes del COVID-19, ahora lo serán más, perpetuando con esto las profundas desigualdades sociales y de salud en Chile.
Peor aún, una vez que se comience con las estrategias de desconfinamiento (y por favor no me hablen de “desconfinamiento seguro”), posiblemente veamos en ellas un mayor rebrote de COVID-19, pues las personas más pobres están sometidas a mayores estresores psicosociales cotidianos y más expuestas a determinantes sociales de salud que los afectan negativamente.
Como ven, en salud mental (y también física), no podemos hablar de “leve mejoría”, pues las desigualdades sociales y las desigualdades en salud que existían antes del COVID-19, pos-pandemia serán más profundas, y cuidado que algunos pronostican un Estallido social 2.0.
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