Cuídate de los idus de marzo, le advierte preocupado un vidente a Julio César. Lo mismo hace su esposa. Pasan los días y el máximo Pontífice de Roma se dirige a la Curia del Teatro Pompeyo, lugar en el que se reúne el Senado. De pronto, oye a alguien gritar su nombre en medio de la multitud. Es el vidente. César le dice con seguridad, recordando su advertencia, “los idus ya pasaron”. A lo que éste replica "pero no han terminado".
Último día de los idus. 15 de marzo del año 44 A.C., día de la traición y la infamia. César es asesinado a los pies de la estatua de Pompeyo Magno por tres senadores. Bruto, Casio y Casca.
“¿Y tú, Bruto?, ¿También, tú?”, le dice César al darse cuenta de que su sobrino es uno de los conspiradores. Lo apuñalan fieramente. César cubre su rostro con su toga mientras se desploma a los pies de la estatua.
Se consumaba uno de los magnicidios más importantes de la historia, cuyo recuerdo no solo nos ha llegado por la historiografía sino también por el drama de Shakespeare, Julio César, al cual hace referencia el título de este comentario.
Los últimos meses de la política brasileña han sido, lamentablemente, un drama shakesperiano. Y sin embargo, es muy estrecho ese margen de tiempo en que podrían sorprendernos los hechos acaecidos en el Brasil de Dilma Rouseff y el PT, momento en el cual acaso apelaremos al orden constitucional de una república, invocando una supuesta contradicción en la esfera de la democracia. En efecto, los Idus de marzo dejaron de inquietar a Julio César debido a su confianza en un tiempo que ya ha pasado y que no se prolonga, pero sobre el emperador, el orden y los intereses republicanos cayeron con la fuerza de la ley.
Asimismo, hoy la cautela nos lleva a convencernos de que no hay tal contradicción entre República y golpe blando de Estado. Antes bien, lo que vemos en la conspiración contra la mandataria brasileña no es otra cosa que el funcionamiento histórico de la República, antítesis de Dictadura, pero no garantía de Democracia. Y la historia da lecciones. Vaya que sí las da.
César tenía férreos enemigos en el Senado, aquel consejo de ancianos (Senado proviene de senectus) en que estaban representadas las familias patricias de Roma, la oligarquía. Temían que Julio César terminara con la República transformándola en una Monarquía presidida por él y respaldada por la plebe romana.
La República, como sabemos, es un sistema político que se basa en el imperio de la ley, siguiendo los principios de representación política y equilibrio de poderes. El sistema republicano reconoce como principio básico la representación de los distintos sectores de la sociedad y no, necesariamente, de las mayorías. Busca, por tanto, el equilibrio de distintos poderes y órganos colegiados, como la justicia y el congreso, para evitar que la voluntad de las mayorías de la población sea lesiva con los principios fundamentales de la Constitución.
En suma, la República no es garantía de democracia ya que no expresa necesariamente la voluntad popular. Los vicios, como hemos visto en la conspiración contra Julio César, están en su origen, son parte constitutiva e históricamente cimentada. No obstante, la democracia sigue siendo una histórica aspiración revolucionaria desde fines del siglo XVIII; hasta ahora la república es la democracia real, imperfecta, como fueron los socialismos reales.
Estos vicios están relacionados con el poder de decisión, influencias y corrupción que caracterizan estos órganos colegiados de representación. Lo vemos en la Roma clásica, lo vemos en los parlamentos a lo largo de la historia, lo vemos hoy en el desprestigio del congreso de nuestro propio país. Lo vemos en el lobby de las grandes corporaciones en Estados Unidos. Cuestionamos la interpretación según la cual estos hechos son apenas vicios, errores, imperfecciones del sistema y no una parte constitutiva del mismo.
Hemos asistido a un nuevo 15 de marzo del año 44 A.C. Nos ha tocado observar desde nuestros aparatos electrónicos lo inevitable del drama. 61 senadores destituían a una presidenta electa por más de 50 millones de brasileros y brasileras, a pesar de enfrentar ellos mismos sendas causas de corrupción. No obstante, ahí estaba Dilma, enfrentando a Bruto, Casio, y Casca con la misma valentía con la que enfrentó a sus captores cuando tenía apenas 25 años.
Y no todo es tragedia. Los tiempos de la historia son muy diferentes, abriendo procesos que tienen marchas y contramarchas, pero no se detienen. Después de la muerte de Julio César llega al poder su hijo adoptivo, Octavio, venciendo todas las dificultades, las amenazas y las conspiraciones en su contra.
Desconocemos si Brasil tiene un Octavio en ciernes, esperando interpretar el tiempo de la plebe y la política. Solo afirmamos que la voluntad popular es un fuego inextinguible que puede prender cualquier campo. La verdadera democracia es un espejo que no se empaña.
Luis Velarde, magister en Literatura es coautor del artículo.
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