El Comité de Revisión de Hambrunas (FRC) del sistema IPC (Integrated Food Security Phase Classification) confirmó lo impensable: una hambruna (Fase 5) ocurre hoy en Gaza. Medio millón de personas viven en condiciones catastróficas, con muertes crecientes por desnutrición, sobre todo de niñas, niños y personas mayores. Y lo más duro: es un genocidio, una hambruna provocada como resultado directo del colapso deliberado de los sistemas alimentarios y sanitarios, del bloqueo a la ayuda humanitaria y de desplazamientos forzados masivos.
Lo que ocurre allí es una expresión de lo peor de nuestra humanidad: la indiferencia hacia el dolor del otro, la manipulación de la información y el control de los medios de supervivencia por fines políticos. Gaza ha revelado, con brutal claridad, que seguimos habitando un mundo donde no todas las vidas valen lo mismo... y lo aceptamos como si fuera inevitable.
Ya lo advertíamos en la columna "Cuando los pactos se vacían": los compromisos internacionales que alguna vez creímos firmes se han convertido en relatos vacíos. Normas forjadas tras el horror del siglo XX -derechos humanos, derecho internacional humanitario, cooperación multilateral- hoy se rompen con impunidad, mientras las instituciones globales se paralizan. El hambre en Gaza no es solo tragedia humanitaria: es la evidencia de un sistema internacional incapaz de sostener sus propias reglas.
La ciencia lo ha documentado con claridad. Como explicó Amartya Sen en "Poverty and Famines" (1981), las hambrunas no se producen por falta de alimentos, sino por la incapacidad -o la negativa- de garantizar el acceso a ellos. Décadas más tarde, Alex de Waal ("Mass Starvation", 2018) confirmó que la mayoría de las hambrunas contemporáneas son "hambrunas políticas", provocadas intencionalmente por gobiernos, bloqueos o conflictos. La FAO y el WFP (2023) advierten lo mismo: el hambre actual se concentra en contextos de guerra y devastación institucional. Gaza lo confirma con crudeza: mercados colapsados, distribución privatizada y mal gestionada, medios para cocinar inexistentes. Lo que hay es un diseño que convierte al alimento en arma de guerra.
Lo que quizá es aún más grave es que la crisis de Gaza anticipa otras que vendrán. El colapso de los ecosistemas ya muestra sus señales: olas de calor extremas, sequías, inundaciones. Cuando estas crisis se encadenen, como cascadas, volverá a quedar en evidencia, como hoy en Gaza, que no todas las personas son consideradas con el mismo valor. Hoy sabemos que las instituciones internacionales no nos protegen del otro, pero también debemos reconocer que ya tampoco nos protegemos entre nosotros. Lo más inquietante es precisamente eso: ya no confiamos. No confiamos en la información, en las instituciones, ni siquiera en que existan de verdad los derechos humanos.
La hambruna en Gaza debería ser un punto de inflexión. No solo por la urgencia de un cese al fuego y de una respuesta humanitaria masiva -condiciones mínimas para detener la catástrofe-, sino porque desnuda una verdad incómoda: si no somos capaces de sostener la promesa más básica -que nadie muera de hambre por decisión humana-, entonces los pactos que sostienen nuestras democracias y nuestros proyectos colectivos son apenas una cáscara vacía.
Hoy es Gaza, mañana puede ser cualquier territorio expuesto a la violencia o a la devastación climática. No podemos naturalizar que el hambre y la guerra sean instrumentos políticos. Nos toca exigir a nuestras instituciones -internacionales y nacionales- que estén a la altura, y presionar con nuestra voz, nuestros votos y nuestras acciones cotidianas. No es un asunto lejano: es el futuro de nuestros niños y niñas.
Gaza nos recuerda lo peor de nuestra sociedad, pero también puede movilizarnos hacia lo mejor: la capacidad de resistir la injusticia y sostener la vida en común. Tal vez la respuesta comience en un gesto sencillo: no mirar hacia otro lado. Sostener la dignidad de cada vida, aquí y en cualquier parte, es la semilla desde la cual puede renacer la confianza en lo humano. Gaza nos muestra un abismo, pero también la urgencia de trazar puentes. Y si somos capaces de desplegar nuestra extraordinaria capacidad científica y tecnológica para garantizar algo tan básico como que nadie muera de hambre -y no solo para perfeccionar armas o manipular mediante algoritmos-, quizá aún estemos a tiempo de escribir un futuro distinto.
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