Estados Unidos, entre los arsenales y la diplomacia

El reciente anuncio del Presidente Donald Trump relativo a un significativo aumento del presupuesto de Defensa para 2018 no ha pasado inadvertido. Estamos hablando de un incremento de un 10 por ciento, equivalente a unos US$ 54.000 millones, que sería posible gracias a recortes en el Departamento de Estado y la Agencia de Protección Ambiental, entre otras reparticiones públicas (aunque sin tocar la Seguridad Social ni Medicare).

La decisión de Trump se explica a partir de sus propias palabras, “mantener seguro a Estados Unidos” y garantizar que “nuestros valientes soldados tengan las herramientas necesarias para evitar la guerra y, cuando sean llamados a combatir en nuestro nombre, ganar”.

Esta importante inyección de recursos para Defensa se produce luego de años de recortes en esta área durante el gobierno de Barack Obama, mientras países como Rusia y China aumentaban los suyos. Un escenario que en parte explicaría el deseo de Trump de que EE.UU. mantenga o recupere, supuestamente, su posición de liderazgo indiscutido en el ámbito militar.

En cambio, otros han leído este anuncio de Trump solo como una medida destinada a complacer al ala más dura del Partido Republicano. O incluso que buscaría beneficiar con millonarios contratos a la industria armamentista de EE.UU., en su lógica de “comprar estadounidense” y “contratar a estadounidenses”.

Al margen de lo anterior, lo cierto es que técnicamente EE.UU. es el país más poderoso del mundo. Una condición que se basa, en gran medida, en su supremacía militar indiscutible desde fines de la Segunda Guerra Mundial, principalmente por su condición de potencia nuclear. Pero también en términos de su poderío militar convencional, como lo son sus portaaviones ubicados en los principales escenarios navales, las bases militares en decenas de países, tropas desplegadas en diferentes puntos del planeta y una capacidad tecnológica (drones, satélites, etc.) sin contrapeso.

Tal vez por eso, apenas unas horas después del anuncio de Trump, poco más de un centenar de generales y almirantes estadounidenses en retiro enviaron una carta a los líderes del Congreso y a miembros del gabinete advirtiendo del peligro de recortar fondos a la diplomacia estadounidense.

Una misiva cargada de sentido y experiencia, precisamente, porque muchos de los firmantes han conocido en carne propia lo que es estar en una guerra como las de Afganistán o Irak.

¿Acaso Trump está considerando la posibilidad de que en algún momento de su mandato se verá forzado a entrar en un conflicto armado y que por eso necesita estar mejor preparado? Para una potencia como Estados Unidos, esa siempre es una posibilidad real.

El punto es que una guerra, larga o corta, para un país como EE.UU., hoy es una opción de alto costo. No solo en términos económicos, sino también en relación al respaldo de la ciudadanía y los medios de comunicación; dos aspectos fundamentales para la continuidad de cualquier gobierno moderno. Así lo comprendió Obama y por eso el ex Mandatario demócrata se resistió a involucrar tropas en escenarios como Libia o Siria. Por el contrario, la anterior administración se enfocó en maximizar los esfuerzos diplomáticos y el trabajo estrecho con países aliados.

En un mundo cada vez más impredecible y en el que las amenazas no tradicionales se han multiplicado, la diplomacia es y seguirá siendo una herramienta imprescindible para garantizar un sistema político internacional estable. Y en ese contexto, restarle recursos al Departamento de Estado debilitará la capacidad de Estados Unidos para influir de manera exitosa en la prevención o resolución de posibles crisis políticas o conflictos armados.

Es cierto que países como Corea del Norte no se caracterizan por su apertura al diálogo ni el respeto al Estado de Derecho. Pero son excepciones. Y lo que el mundo necesita hoy es una mayor colaboración y confianza entre los países para enfrentar los problemas y amenazas comunes. 

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