Los violentos ataques racistas de Donald Trump a líderes y lideresas del Partido Demócrata o que son opositores a sus políticas son de uso habitual en su conducta política, de modo que no pueden tomarse como una simple secuela del temperamento colérico del gobernante y su violenta retórica descalificatoria de quien no respeta a sus interlocutores.
Esos improperios van más allá de ser meros despropósitos verbales y son un recurso para quebrar la opinión pública en dos, por un lado, unir y agrupar a sus adherentes que comparten su visión de supremacía blanca y burdo nacionalismo, y por el otro, someter a sus opositores a la fuerza, fracturarlos y provocar tensiones y división en su seno.
La división que busca Trump adquiere enormes proporciones, es la división de la sociedad civil de los Estados Unidos entre quienes estén con su autoritarismo e intolerancia, su abierta misoginia, su desprecio y menoscabo a quien tenga origen afroamericano y sus pretensiones de dirigir un imperio hegemónico cuyo dictamen global sea incontestable, en suma, busca una mezcla heterogénea de ultra nacionalismo, xenofobia y soberbia social.
Asimismo, se otorga la facultad de definir la identidad de quienes no le son afines y se apartan de su ruta de ofensas, para el son los que “deben irse”, a los que sindica como una multitud difusa de elementos disconformes, burócratas o aprovechadores del fisco, entes marginales, atrasados cultural e incluso mentalmente, corruptos e impotentes, sin otra suerte que la de ser mandados y obedecer la voluntad superior, la de el mismo, ya que se atreve a arrogarse la voluntad de la nación.
Es un mensaje, una convicción y un estilo brutalmente excluyente, clasista, empapado de desprecio hacia los vulnerables, a quienes trata de “asquerosos”, porque fueron haciendo su difícil ruta en la vida con tropiezos y amarguras, son los que no han recibido fortunas ni distinciones y más de alguna vez debieron dormir con el estómago vacío y pena en el alma.
Este mensaje de odio ha sido el impulso a los fanáticos supremacistas blancos que, en los propios Estados Unidos, han ejecutado feroces masacres de decenas de personas indefensas instigados por la irracional paranoia de la ultraderecha.
Así es porque Trump dirige una estrategia de dominación violenta, que siempre descalifica ya que la quintaesencia de su método de acción política es dividir entre amigos y enemigos, no entre buenos y malos, sino que entre los que lo respaldan y los que se le oponen. Hay una lógica de dominación, el que se sometió o aquel que debe ser sometido, lo demás no tiene sentido.
Trump no ve ciudadanos, hay sometidos o enemigos, es la receta autoritaria, la tarea que se asigna el gobernante no es unir el país sino que imponer su voluntad y requiere contar con una base de apoyo con cohesión suficiente para conseguirlo, su respaldo son los fanáticos que se arman hasta los dientes y que consideran al que es diferente como un adversario definitivo.
Su ambición es la supremacía absoluta del poder para hacerse obedecer. La “grandeza” que busca en la guerra comercial con China, en la carrera armamentista con Rusia o en el conflicto con Irán son la expresión hipertrofiada de querer imponer de modo incontestable su exclusiva voluntad a pueblos y naciones.
En su manera de pensar no cabe un orden global democrático, pluralista, con ejercicio en plenitud de la diversidad de opciones.
Su estrategia es quebrar la voluntad de aquel que no se somete. Agudizar al extremo las tensiones globales es uno de sus recursos habituales para cohesionar su apoyo interno, como lo hizo el fascismo. Se trata de un fuerte recrudecimiento del autoritarismo de derecha, con el terrible peligro de mantener el control del mayor arsenal nuclear del planeta.
Luego del fin de la guerra fría esta es la situación global más riesgosa vivida por la humanidad. En una época de debilitamiento de la acción política aparecen estos jerarcas autoritarios, resueltos a todo, que siembran el odio y que se alimentan de la perplejidad y del desencanto, en especial, de “políticos” que sólo se dedican a socavar la estabilidad democrática tras objetivos personalistas que hacen fracasar los desafíos colectivos.
Sólo la política democrática con mayúsculas permitirá en cada país una opción que fortalezca la gobernabilidad y derrote a la ultraderecha.
No olvidemos a Allende, una “vía” para que cada nación trace su propio camino hacia la justicia social.
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