Cada cuatro años, cuando hay comicios presidenciales en Estados Unidos, una de las frases que más se suele escuchar es que se trata de “la elección del siglo”. En muchos casos, eso se podía interpretar solo como una exageración en un contexto de campaña, pero en los últimos años, aquellas palabras han ido cobrando un sentido diferente.
La elección de noviembre de 2008, en la que Barack Obama se convirtió en el primer mandatario afroamericano de EE.UU., tuvo una enorme carga de dramatismo, al igual que la de 2012, cuando el demócrata obtuvo la reelección.
A su vez, la de 2016 estuvo marcada por una alta expectación, ya que la candidatura de Hillary Clinton hacía pensar en la inminente llegada de la primera mujer a la Casa Blanca. Pero ese pronóstico - avalado por muchos sondeos y medios de comunicación - se desmoronó al confirmarse el triunfo de Donald Trump.
Cuatro largos años han transcurrido desde entonces y tanto Estados Unidos como el resto del mundo han cambiado de manera profunda.
El gobierno de Trump - en el que su hija y yerno son asesores directos del mandatario - redefinió la política exterior de la superpotencia, al desmarcarse del multilateralismo y del rol que EE.UU. había jugado en el equilibrio de poder vigente desde fines de la Segunda Guerra Mundial.
Del mismo modo, Trump ha distanciado a Estados Unidos de aliados históricos como Alemania y Francia (junto con gran parte de la OTAN), mientras que estrechó sus vínculos con figuras como Vladimir Putin y Kim Jong-un.
Trump, además, durante estos años retiró a la superpotencia del acuerdo medioambiental de París, de la Unesco y de la OMS, entre otros acuerdos y organismos, así como del Tratado de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (firmado en 1987) y del Tratado de Cielos Abiertos (vigente desde 1992).
Eso, sin mencionar la “guerra no declarada” con China, la segunda economía más importante del mundo, potencia nuclear y miembro permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, entre otros aspectos que definen su importancia.
En ese contexto, la pregunta que todos se hacen en estos días es si Trump logrará la reelección o si Joe Biden podrá arrebatarle la presidencia. Y cómo eso podría llevar a EE.UU. y al mundo por un camino diferente (o no).
En términos de política interna, la pandemia - que ha dejado más de 225.000 fallecidos en EE.UU - cambió las estrategias de campaña de ambos candidatos, redujo la tradicional práctica de los encuentros masivos con sus adherentes y dio un perfil diferente a estas elecciones, sobre todo cuando se confirmó que Trump estaba contagiado de covid-19.
Pero incluso sin la peligrosa presencia del virus, estas elecciones estadounidenses han sido más que “atípicas”.
Trump, que durante su primer mandato profundizó la polarización de su país, cuestionó la confiabilidad del voto por correo, propuso cambiar la fecha de la elección y cada vez que le han preguntado si va a reconocer una eventual derrota, ha respondido con evasivas.
Mención aparte merece el primer debate presidencial entre Trump y Biden, a fines del mes pasado, en el que la agresividad del mandatario, así como la imposibilidad de mantener el orden y el formato del programa, dejaron un profundo sentimiento de decepción.
En todo caso, es un hecho que Trump es el síntoma y no la enfermedad. En muchos aspectos él representa el sentir de un Estados Unidos que no es el de las grandes urbes, que durante años ha visto la globalización como una amenaza, que desconfía de la migración, que ha perdido la confianza en las instituciones y que jamás se sintió cómodo con Obama en el Salón Oval.
Por lo mismo, de ganar Joe Biden, sus mayores desafíos serán reconciliar a un país polarizado y reinsertar a Estados Unidos en el sistema político internacional.
Tal vez por eso, en esta oportunidad, hablar de “la elección del siglo” no suene tan exagerado. Es que muchos - dentro y fuera de EE.UU - ven los próximos comicios como un momento realmente clave para la democracia de ese país. Y tienen razón.
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