El cambio climático se mete en todo. Si hace mucho calor, si llueve o no llueve, cuando se compra la carne para la parrilla, al realizar un viaje, al pensar cómo uno se calefacciona en invierno, el tiempo que duran las duchas, la ropa que uno se pone y un largo etcétera. Incluso, si es conveniente tener hijos o no. Estas reflexiones pueden escalar tanto que poseen un nombre clínico, y es ansiedad climática o ecológica, que vincula un cuadro de ansiedad a las amenazas asociadas a los desafíos que impone el cambio climático.
En gran medida, esto se debe a que en el imaginario social el cambio climático no tiene límites. A través de sucesivos artículos e informes científicos conocemos con cada vez mayor precisión sus causas y las consecuencias en múltiples dimensiones, pero también es cierto que la sobreabundancia de información y los criterios de importantes medios de comunicación para difundir esta información muchas veces privilegia la alarma para atraer nuevos lectores antes que las acciones que se están tomando para enfrentarlo. No es fácil ordenar tanta información que cuestiona directamente nuestros hábitos, así como tampoco es fácil proyectar soluciones a escala global.
De la abundancia de información sobre el cambio climático, la atención a los riesgos y también lo que se está haciendo para enfrentarlos, se hace cargo Hannah Ritchie en un libro publicado el 2024, titulado No es el fin del mundo (traducción del título, aún no disponible en español). La investigadora trabaja en el Programa de Desarrollo Global de la Universidad de Oxford, y también es editora de la influyente plataforma de datos Our World in Data, que integra información y estudios de problemas globales para una amplia audiencia.
Ritchie articula una gran gama de datos a nivel global para ordenar la discusión sobre el cambio climático en 7 grandes desafíos: (1) la contaminación del aire, (2) el cambio climático (temperatura del planeta tierra), (3) la deforestación, (4) la producción de alimentos, (5) la pérdida de biodiversidad, (6) los plásticos en los océanos, y (7) la sobrepesca. Y sobre cada uno de ellos aporta datos claves para entender dónde estamos, lo que se está haciendo y dónde es necesario focalizar los esfuerzos para lograr la sustentabilidad del planeta, a saber, mejorar las condiciones de vida de los seres humanos y asegurar que nuestra vida no degrade el medioambiente para las futuras generaciones.
Hay múltiples datos relevantes sobre cada punto, como la producción global de gases del efecto invernadero. Alrededor de un cuarto de las emisiones mundiales provienen de los sistemas alimentarios, mientras que casi tres cuartos provienen de la producción de energía y la industria. La producción de vacuno, por ejemplo, es responsable de un 41% de la deforestación tropical producto de la habilitación de tierras de pastoreo para la alimentación de los animales. A través de este tipo de datos, Ritchie calcula el gasto energético en la producción de los alimentos y la carne de vacuno y el cordero son uno de los alimentos que mayor impacto tienen en la generación de gases de efecto invernadero.
Otros datos que pueden interesar al verlos en una perspectiva planetaria y comparada es que el transporte representa un 14% de la emisión de gases a nivel global y, dentro del transporte, un 74,5% está asociado a vehículos de carretera (como autos, buses y camiones), mientras que el transporte aéreo representa un 11,6%. Estos números importan, porque a través de ellos se ve dónde hay que focalizar las políticas públicas y los incentivos para el mercado. Por ejemplo, es mucho más importante apoyar la transición a energía eléctrica (baterías eléctricas en el parque automotriz, energía nuclear, etc.), que abrumarse por la huella de carbón por los viajes en avión.
Con respecto a los plásticos que están en el océano, la investigadora indica de manera muy didáctica que el 81% proviene de los ríos de Asia, mientras que alrededor de un 8% proviene de África, 5% de Sudamérica, 5% de Norteamérica, y Europa y Oceanía combinados contribuyen menos del 1%. Las regiones y los ríos que más contaminan están identificados, y sobre ello se pueden elaborar políticas ambiciosas para contener la polución de los océanos. Asimismo, es posible entender que lo que haga Sudamérica no cambia la brújula global, pues es en Asía donde se deben concentrar los mayores esfuerzos.
El libro es un documento valioso en datos que permiten priorizar decisiones a nivel político y económico. Ahora bien, como en todo estudio, no todo está dicho y hay preguntas que quedan inconclusas, y otras sobre las cuales es necesario seguir avanzando. En el podcast Unconfuse me, donde Bill Gates entrevista a diversas personas que están transformando el mundo, Hannah Ritchie es una de sus últimas invitadas. En su lectura del libro aparece la pregunta del momento, ¿qué puede hacer la inteligencia artificial para apoyar los desafíos descritos en el libro? Otras preguntas que podrían sumarse y es necesario seguir explorando se asocian a las limitaciones del acceso al agua para consumo y uso en labores productivas, o el efecto en la vida humana de los alimentos ultra procesados, que si bien pueden disminuir la carga de carbono que poseen ciertos alimentos, incluso orgánicos, también son objeto de duras críticas por parte de políticas sanitarias a nivel global.
Frente a la magnitud del desafío que supone generar acciones de mitigación y adaptación al cambio climático, este libro aporta descartando mitos y focalizando la atención en las cuestiones centrales. Un espacio donde la ciencia de divulgación tiene mucho que decir, porque acciones como la eliminación de las bombillas de plástico, noticia tan bullada en estas últimas semanas por la revocación bajo la administración de Trump, en base a la evidencia y los criterios que entrega el libro, tampoco aportan mucho en la estrategia global de acción climática. En vez de enfrascarse en este tipo de rencillas, es mejor destinar la energía y los compromisos en prácticas de mayor impacto.
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