Imaginemos una pradera donde cualquiera puede dejar que paste su ganado. Es natural que un individuo, imbuido de la lógica moderna del progreso, quiera aumentar su rebaño y ganancias, por lo que cada uno aumenta un animal más cada vez, hasta que finalmente la pradera común no puede sostener más animales por la sobreexplotación de los pastos comprometiendo, además, su capacidad de renovación.
Esa pradera ya no podrá sostener más ganado. Es un ejemplo que podríamos encontrar con más frecuencia de la deseable en el uso y manejo de los recursos hídricos. El oscuro desenlace que ofrece la frase "si el vecino se beneficia de ello, ¿por qué yo no?" inspiró al matemático británico William Forster Lloyd a acuñar en 1833 el concepto de sobreexplotación de un bien común por parte de sus comuneros (es decir, los que tienen derechos de uso y acceso al mismo), que más tarde daría argumentos el economista canadiense Howard Scott Gordon y después al ecólogo Garrett Hardin en lo se que denomina "la tragedia de los comunes".
En su artículo de 1968, Hardin escribió: "La ruina es el destino hacia el que se precipitan todos los hombres, cada uno persiguiendo su propio interés en una sociedad que cree en la libertad de los comunes. La libertad en un procomún trae la ruina a todos". Es un concepto seductor, sobre todo si se considera que muchos de estos bienes "comunes", como los bosques nativos, la pesca, el agua y el aire, se encuentran amenazados por la lógica del tomar lo que se pueda, aun cuando esa decisión implique comprometer el futuro de ese bien.
Y, por supuesto, de dimensiones épicas cuando hablamos del calentamiento global. Las naciones y sus habitantes, conscientes del peligro que ha significado el incremento de los gases de efecto invernadero (GEI), no han podido moderar sus emisiones y año tras año vemos cómo los escenarios propuestos por el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC) se ajustan al alza o a los escenarios más pesimistas.
A escala mundial, la mayor tragedia de los bienes comunes es el cambio climático. A pesar de conocer esta amenaza inminente, los países han retrasado durante décadas la adopción de medidas reales, discutiendo sobre los costes y la responsabilidad, sin lograr generar confianza, mientras seguían vertiendo gases de efecto invernadero a la atmósfera.
Incluso tras el Acuerdo de París, las elecciones estadounidenses de 2016 han puesto en duda la condición de actor principal. La "profecía" de Hardin parecía cumplirse y el ensayo se convirtió en un texto fundamental en el campo de la gestión ambiental y la economía, y sigue siendo una referencia importante en la discusión sobre la sostenibilidad y la conservación de los recursos naturales.
Pero, hoy no todos están de acuerdo en tan apocalíptico fin y frecuentemente se señala que se trata de la "tragedia de los bienes comunes no regulados", dejando entender que los acuerdos, tratados y consensos regulatorios, producto de la actividad de gobiernos, instituciones e individuos con visiones colectivas y sustentables de la gestión de los bienes, pueden diseñar sistemas para ayudar a la gente a moderar sus impulsos egoístas o las ansias de progreso a ultranzas, unirse a planes colectivos y proteger los recursos en peligro.
En 1990, la politóloga norteamericana Elinor Ostrom desafió los postulados de Hardin de manera empírica. Analizó miles de casos de estudio donde la autogestión de las comunidades y, en segundo lugar, la planificación estatal, eran, por lejos, mecanismos que permitían superar la tragedia de los comunes.
En el caso de grandes recursos comunes, la organización en varios niveles con pequeñas comunidades locales en el nivel base, aumentaban la probabilidad de caer en el apocalipsis de Hardin.
El inspirador trabajo de Ostrom puede haber estado en el velador de más de uno a la hora de definir el Protocolo de Madrid de 1991, también conocido como el Protocolo al Tratado Antártico sobre Protección del Medio Ambiente y suscrito a la fecha por 42 países. En él se prohibieron actividades como los ensayos nucleares y almacenamiento de desechos nucleares, la exploración sin fines científicos y explotación de recursos minerales, la descarga y vertimiento de combustibles y otras sustancias líquidas tóxicas sobre la fauna y flora antártica, el daño, traslado o destrucción de sitios y monumentos históricos, entre varias otras medidas, tendientes a minimizar la presencia del ser humano en el Continente Blanco.
El Tratado Antártico establece que estos recursos deben ser gestionados y conservados para las futuras generaciones y que las investigaciones científicas deben ser el objetivo principal de la presencia humana en la región.
Este acuerdo es un ejemplo de cómo la cooperación internacional puede evitar la tragedia de los comunes. Al prohibir la explotación de recursos naturales en la Antártica, se evita la sobreexplotación y el agotamiento de los recursos. Además, la presencia humana en la región está destinada a la investigación científica, lo que promueve la comprensión y el conocimiento del continente, así como su valoración y protección. Quizás en su ejemplo podamos encontrar el espacio que permita enfrentar el mayor desafío de la humanidad del siglo XXI: el cambio climático.
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