Hace algunos días fue aprobado, con indicaciones, en la comisión de Agricultura del Senado el proyecto de ley que busca someter a la evaluación de impacto ambiental todos los proyectos de desarrollo o explotación forestal. Se aprobó una superficie umbral de intervención para que los proyectos deban someterse al SEIA de 250 hectáreas, reduciendo en un 50% el umbral actual de 500 hectáreas.
Durante la discusión, quien patrocinaba el proyecto insistió que la iniciativa apuntaba a regular el impacto ambiental de una actividad productiva y, por lo tanto, no se justificaba que el texto se discutiera en la comisión de Agricultura. Sin embargo, es precisamente en esta comisión donde tradicionalmente se revisan los proyectos que dicen relación con los recursos forestales y su regulación.
Igualmente, en la defensa del proyecto tal como estaba presentado (150 hectáreas máximas como umbral para el ingreso al SEIA, es decir, una reducción del 70% respecto al valor actual), se argumentó que los planteamientos tendientes a destacar el impacto económico de la nueva regulación no tenían cabida, dado que el objetivo central era la protección del medio ambiente. Hablar de costos, señaló un senador, era irrelevante y reflejaba una mirada mezquina respecto al tema ambiental, que era la preocupación central de la discusión.
Aunque la posición del senador aludido puede resultar para muchos admirable, resulta cuestionable basándose precisamente en el concepto de sostenibilidad. Bajo esta mirada, los costos de la regulación ambiental sí importan.
Si no importaran los costos, hace años que se hubiera prohibido de manera total el uso de leña como fuente de energía domiciliaria, dado sus negativos efectos sobre la calidad del aire de los principales centros urbanos de todo el centro sur de Chile. La reducción de la contaminación estaría por sobre cualquier consideración económica. Sin embargo, este no es el caso. La prohibición total del uso de leña conllevaría enormes impactos económicos y sociales para una población que mayoritariamente no cuenta con los recursos para migrar a otra fuente de energía. De lo anterior se puede concluir que el contexto económico y social es relevante a la hora de implementar una regulación, sea esta ambiental o de otra índole. Se pueden dar innumerables ejemplos de medidas que en una primera mirada generarían un innegable beneficio ambiental, pero que no se implementan o se hace de manera gradual, dadas las externalidades económicas que producirían a individuos, familias, comunidades o empresas, ya sea a través de impactos en los costos (por ejemplo, prohibir la leña) o en el empleo y la competitividad del país.
¿Significa esto que estamos renunciando a avanzar en la protección ambiental? De ningún modo. La sostenibilidad apunta a un equilibrio entre las componentes económica, social y ambiental. No se trata de estigmatizar la producción o someterla a gravosas regulaciones sin consideración de los impactos, como tampoco se trata de firmar un cheque en blanco a las industrias contaminantes solo por el hecho de que produzcan empleos. Esas miradas extremas lo único que hacen es paralizar el desarrollo sostenible, respetuoso del medio ambiente, pero consciente de la necesidad de evaluar en detalle las externalidades de cada una de las regulaciones que se implementan. No por buscar soluciones, debemos crear nuevos problemas. La gradualidad permite que los actores productivos se vayan adaptando y la velocidad de ese proceso dependerá de las urgencias ambientales que buscamos enfrentar.
No cabe duda de que en temas ambientales todo parece urgente y existe la tentación de implementar medidas drásticas o aceleradas, confiando en que los distintos actores afectados por esas medidas tendrán la capacidad de adoptarlas. Bajo esta desmedida confianza en la capacidad de adopción de nuevas regulaciones muchas veces se confunden las capacidades de las grandes compañías trasnacionales con la realidad de la pequeña y mediana industria nacional.
Una sociedad empobrecida no se preocupa del medio ambiente, lo mismo que una sociedad entregada a un consumo excesivo y claramente no sostenible, como son las naciones más ricas del planeta. El desafío es entender lo que implica el desarrollo sostenible y aplicarlo sin atajos, pero conscientes de la interrelación entre la regulación y los costos. No es renuncia, más bien es responsabilidad.
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