La decisión de la presidenta Michelle Bachelet de impulsar un proyecto de ley que ponga fin al uso de bolsas plásticas en las comunas con borde costero del país es, sin duda, una buena noticia, no sólo porque da cuenta del interés real por proteger el medioambiente sino también porque deja de manifiesto que la visión de un buen gobierno debe superar los límites de lo inmediato y lo urgente para situarse también en contextos de largo plazo.
Desde esa perspectiva, y asumiendo la positiva intención del proyecto de ley recientemente anunciado, resulta indispensable establecer un ámbito de protección mayor para nuestros bordes costeros urbanos y rurales, marítimos, lacustres y fluviales.
Preocuparnos sólo de las bolsas plásticas es bueno para nuestras costas, pero resulta insuficiente.
Es cierto que el microplástico - que son aquellas partículas microscópicas del material con que se elaboran las bolsas que, en buena cantidad, van a caer a ríos, mares y lagos - contamina el agua y por extensión a los peces e incluso a los seres humanos. Sin embargo, no es el único componente que genera impactos negativos en el entorno.
Basta observar las costas en algunos sectores del sur, donde el oleaje acarrea residuos de poliestireno extendido, el conocido plumavit, que se utiliza como flotador en la realización de faenas acuícolas, junto con restos de cordeles, envases y botellas de alimentos, todos de plástico.
Está ampliamente demostrado el impacto que produce en la industria salmonera donde nuevamente el plástico es, precisamente, uno de los materiales más utilizados. A ello se suman residuos de alimentos, restos de balsas, redes y jaulas metálicas inutilizadas, que descansan bajo el fondo marino sin mayor control ni fiscalización.
Abordar el tema de la contaminación de nuestros bordes costeros es un propósito destacable y el gobierno está dando un primer paso valioso en esa dirección, pero para convertirse en una respuesta efectiva a los problemas que enfrentan nuestras costas, se requiere una intervención mucho mayor, que establezca límites nítidos, que asigne responsabilidades claras a actores públicos y privados, que fiscalice y sancione con severidad a quienes están contaminando uno de nuestros principales activos como país.
Un caso distinto, pero muy severo, es el que provoca la descarga de aguas servidas en los bordes costeros urbanos. Recientemente se conocieron situaciones de este tipo en los lagos Panguipulli y Llanquihue. Allí, empresas y privados depositan impunemente sus residuos en los sistemas de recolección de aguas lluvia y no en el de alcantarillado.
Existe, por cierto, una responsabilidad de las empresas sanitarias, hoy en manos privadas, en cuanto a entregar los servicios efectivamente demandados por la población.
También, de las instituciones públicas, en este caso de los ministerios de Obras Públicas y de la Vivienda, que deben hacerse cargo de proveer las redes primarias y secundarias de los sistemas de recolección de aguas lluvia que muchas veces, por no existir o ser insuficientes, colapsan las redes de alcantarillado de aguas servidas.
En el caso del Lago Llanquihue, uno de los principales atractivos turísticos del país, pareciera que nadie ha estado cumpliendo con su trabajo.
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