Aunque pueda parecer paradojal ahora que la opinión pública está saturada de imágenes acerca de lluvias e inundaciones en varias zonas del país, no hay que dejar que eso nos impida seguir hablando acerca de los efectos de la escasez hídrica en la agricultura y la vida de comunidades en distintas regiones del país, incluso en zonas tradicionalmente caracterizadas como lluviosas. Debe seguirse hablando también de los incendios forestales y del avance de la desertificación asociados a ello.
Todo esto pese a que el imaginario colectivo sigue percibiendo la sequía como algo temporal, casi exclusivo del verano y con ciclos de altos y bajos. Para explicar lo anterior ya existen muchas frases hechas, en las que los inculpados son casi siempre el calentamiento global, el cambio climático y los fenómenos del Niño y la Niña.
Los reportajes nos hablan de pérdidas de hectáreas cultivadas y de cabezas de ganado cada año, de pérdidas de empleos asociados a la exportación de frutas y de los cientos de camiones aljibes que los municipios deben arrendar, para llevar agua a los lugares, generalmente rurales, en que no hay acceso a agua potable, ni siquiera a través de los APR, debiendo para ello, comprarle el vital elemento a las empresas sanitarias, las mismas que no tienen cobertura en esas zonas.
Desde el Estado se han venido adoptando medidas para enfrentar este escenario: desde la creación de la figura del delegado presidencial del agua, a un conjunto de obras de infraestructura entre las que destacan particularmente varias plantas desalinizadoras y embalses. A ello se suma por cierto la reactivación del proyecto de ley que crea los servicios sanitarios rurales y que ordenará el sistema de agua potable rural.
Pero el punto de fondo es que pese a que haya años o meses más lluviosos, la sequía llegó para quedarse, ya no como un como un evento extraordinario, como lo considera gran parte de la legislación y la institucionalidad, sino como un fenómeno cada vez más permanente y prolongado en el tiempo.
En esta línea de análisis es que resulta relevante y revelador el informe “La megasequía 2010-2015: Una lección para el futuro”, elaborado por el Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)2, elaborado a fines del año pasado y que parte señalando que “aunque sequías de uno o dos años son un elemento recurrente del clima de Chile Central, los últimos seis años destacan como el período seco de mayor duración y extensión territorial desde mediados del siglo pasado”.
Las estimaciones del CR2 no son para nada auspiciosas, pues proyectan “una reducción en la precipitación anual de hasta un 30% respecto del promedio actual sobre Chile central hacia fines de este siglo”. Parte de este cálculo se basa en que las simulaciones muestran que hasta 1750 las denominadas “megasequías” ocurrían en promedio cada 300 años. Para el período entre 1850 y 2005 era de una cada 100 años, mientras que para el período 2010-2050 un escenario pesimista estima que habrá una gran sequía cada 20 años.
Respecto de los efectos sobre la generación de incendios forestales, el estudio del CR2 sobre la megasequía 2010-2015 indica que el número de siniestros en territorios sobre 200 hectáreas entre Valparaíso y La Araucanía se incrementó en un 27% sobre el promedio histórico, siendo el incremento de superficie quemada aun mayor, pues se elevó en un 69%. Como si esto no fuera ya bastante, el estudio señala que “los incendios de gran magnitud se han prolongado en promedio 53 días adicionales por temporada, al comparar el período 2010-2014 respecto a 1985-2009”.
Al hacer un análisis normativo frente a la sequía, el CR2 da cuenta de las competencias especiales que entrega el Código de Aguas para preservar y redistribuir el recurso, pero sin que se contemple su uso eficiente, con un énfasis en asegurar el abastecimiento con fines productivos y de consumo.
Asimismo nos muestra que el 74% de todos los instrumentos empleados por la DGA entre 2008 y 2014 corresponde a declaraciones de escasez hídrica, siendo las regiones de Coquimbo, Valparaíso, del Maule y la RM las que concentran el 86% de los instrumentos de la DGA. Son esas mismas regiones las que tienen el mayor gasto en reparto de agua en camiones aljibes, que se ha triplicado entre 2011 y 2014.
Las conclusiones a las que arriba este estudio son absolutamente atendibles: desde considerar en la nueva legislación que definición de sequía como una condición transitoria ha perdido sentido, hasta la necesidad de un marco de gestión coordinada de los recursos hídricos, para que la diversidad de actores y niveles de decisión no terminen afectando la eficacia de las prácticas, haciéndolas más costosas.
Como también dice este documento “no existen soluciones mágicas que hagan aparecer sin repercusiones económicas, ambientales y sociales nuevos recursos hídricos, que podamos seguir consumiendo en la tasa y el modo que lo hemos hecho hasta ahora”. Para ello, nos dicen, las grandes obras de ingeniería hoy deben diseñarse con la finalidad de considerar escenarios climáticos y sociales cambiantes en un país altamente urbanizado, recogiendo el conocimiento tradicional, promoviendo el aprendizaje social con medidas evaluadas en forma regular y participativa, especialmente a nivel local.
Finalmente, acoger que en materia legal, cualquier reforma al Código de Aguas, “además de hacer concreta la consagración del derecho humano al agua como primera condición, también debiera incorporar la preservación del medio ambiente, ambas imprescindibles para el desarrollo sustentable”.
Hoy hablamos de inundaciones y de nuevo pareciera que volvimos a la “normalidad” de las estaciones. Pero no debemos engañarnos. Que hoy esté lloviendo no significa que ya no hay o no habrá sequía. La megasequía ya es parte de nuestra realidad y debemos incluirla en nuestras leyes y políticas públicas. Porque ya no podemos seguir parchando con medidas que no están a la altura del desafío de enfrentar un fenómeno que incidirá sobre la economía, la agricultura, pero sobre todo en la calidad de vida de los chilenos del mañana. Necesitamos una megapolítica para la megasequía.
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