Períodos de cuatro años requieren por parte de quien gobierna, de diagnósticos previos altamente lúcidos respecto de la realidad del país, de manera de implementar acciones desde un comienzo, sin pérdidas de tiempo, sin apelar a comisiones de expertos. Parte del trabajo de las coaliciones políticas es precisamente definir con anterioridad las acciones que realizarán una vez que lleguen a ser gobierno. De lo contrario se improvisa, se gestiona la coyuntura y se cometen errores.
En materia ambiental, este diagnóstico previo estuvo ausente en el discurso de los candidatos a la presidencia, por lo que ignoramos cuáles son las prioridades en materia ambiental de quien gobernará en los próximos cuatro años.
Es de esperar que considere entre dichas prioridades la planificación territorial.
Pareciera innecesario mencionarlo por obvio, pero todos los problemas ambientales se explican directa o indirectamente por conflictos asociados al uso del territorio: la acelerada pérdida de hábitats, la sobreexplotación de los recursos naturales, el impacto ambiental de proyectos, la contaminación en todos sus alcances, suelo, agua, aire, personas. En las causas subyacentes a estos y otros problemas ambientales, siempre se podrá advertir una ausencia o deficiencia de planificación territorial previa.
El Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA) no es el único, pero es un buen ejemplo de una planificación territorial deficiente. En efecto, los principales motivos de conflicto y judicialización del sistema se deben a la localización de los proyectos, siendo la generación de zonas de sacrificio (Puchuncavi, Mejillones, Huasco, Til Til, entre otras), la expresión más dramática de un sistema que no contempla salvaguardias para evitar la concentración de proyectos en un mismo territorio.
Desde un comienzo se optó en la Ley 19.300 por darle a los titulares de los proyectos la decisión de localización, sin permitirle al sistema de evaluación atribuciones para modificar esta decisión.
Se podrá señalar que se ha avanzado en la incorporación de los efectos sinérgicos y acumulativos en la evaluación de proyectos, pero es un avance insuficiente para contrarrestar el impacto que las zonas de sacrifico ya sufren, o para alejar a los titulares de proyectos de zonas de alto valor de conservación, pero a la vez atractivas desde el punto de vista de la localización de proyectos.
De hecho, no debiera existir un área de alto valor de conservación que a la vez fuera un área atractiva desde el punto de vista de la instalación de megaproyectos. El mismo sistema de evaluación ambiental debería dar cuenta de esta incompatibilidad, ya que los impactos (costos) ambientales de afectar un área de alto valor de conservación deberían reflejarse en la evaluación y hacer inviable económicamente dichos proyectos.
Esto no ocurre en la práctica porque sistemáticamente estamos infravalorando nuestro patrimonio natural y sobrevalorando el bienestar general (no local) asociado al desarrollo de proyectos de inversión.
Pareciera que los factores económicos para la instalación de proyectos en una zona dada, como pueden ser el valor del suelo, la cercanía a puertos o centros de consumo, la baja densidad poblacional, el acceso a fuentes de agua, el suministro eléctrico, entre otros, pesarán más que cualquier deliberación previa que busque priorizar proyectos de acuerdo a sus impactos y al valor ambiental del territorio en cuestión.
En esta desregulación territorial no se salvan ni siquiera las áreas protegidas del Estado, en las que también es posible realizar proyectos productivos. Esto siempre y cuando los impactos de dichos proyectos no amenacen los objetivos de conservación de estas áreas. Suena razonable, sin embargo, los impactos sobre las áreas protegidas son identificados y descritos por los mismos titulares de los proyectos. Eso no parece razonable.
Una adecuada planificación territorial que permita anticiparse a los problemas ambientales, reduciendo su impacto es, sin embargo, de compleja implementación. No basta con un documento de política nacional de ordenamiento territorial lleno de generalizaciones y deseos voluntaristas. Tampoco basta con un “fortalecimiento” de los planes regionales de ordenamiento territorial (PROT). Precisamente el problema de estos instrumentos es que abundan en generalizaciones y no “ordenan” efectivamente el territorio.
La planificación territorial no se trata solo de dibujar un mapa de Chile y asignar opciones productivas o de conservación a cada territorio. Es más complejo.
Como paso previo se requiere un entendimiento, un acuerdo nacional, sobre el tipo de desarrollo que queremos para Chile. Nuestra gestión ambiental, desde el año 1994 hasta la fecha, con todas sus mejoras, ha persistido en omitir una visión territorial, dejando la relación producción-territorio-conservación sometida al arbitrio del mercado, concentrando las externalidades negativas del progreso en los grupos territorialmente y socialmente más vulnerables.
No se puede avanzar sin primero detenerse y reflexionar sobre cómo debe crecer y desarrollarse nuestro país desde la mirada del territorio. Ese es el necesario punto de partida.
Si llegamos a un acuerdo nacional, político y normativo, sobre este punto, podremos lograr mejoras significativas y permanentes en nuestra gestión ambiental. Este debiera ser el principal desafío ambiental para los próximos cuatro años. Como es urgente, debe ser ambicioso.
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