El reciente resultado electoral en la ciudad de Buenos Aires, donde el partido de Javier Milei duplicó en votos a la lista encabezada por Mauricio Macri -referente de la derecha tradicional argentina-, vuelve a mostrar los límites de una práctica cada vez más común en ciertos sectores democráticos: creer que alertar sobre los riesgos de un liderazgo autoritario basta para contenerlo.
No es que alguien lo diga de forma explícita, pero a menudo se actúa como si bastara con alertar sobre el retroceso democrático para construir mayoría. Como si la denuncia sustituyera a la propuesta, y la crítica al adversario compensara la falta de convicciones propias. Ese recurso, por comprensible que sea, pierde eficacia en un escenario donde la política ya no se organiza exclusivamente en torno a programas o doctrinas, sino en torno a formas de identificación que permiten a los sujetos ubicarse simbólicamente en un mundo que perciben como incierto o hostil.
Aunque el fenómeno resulte especialmente visible en Argentina, sus implicancias son plenamente pertinentes para Chile. Aquí también han prosperado figuras que prometen restaurar un supuesto orden perdido, que apelan al castigo más que al cuidado, que exaltan la "mano dura" frente al delito y que convierten la inseguridad o el temor al cambio en terreno fértil para la identificación. Su eficacia no radica en la solidez de sus propuestas, sino en que condensan -en un estilo, en un tono, en una consigna- la promesa de control frente a un mundo percibido como incierto o amenazante. Algo similar ocurre en Argentina, donde Milei ha logrado articular en su figura un gesto de ruptura que da sentido al malestar, aun cuando sus ideas resulten contradictorias o inviables.
En tales contextos, el contenido explícito de las propuestas suele ser secundario. Lo decisivo no es lo que se dice, sino cómo se encarna algo que permite a ciertos sectores reconocerse, distinguirse o rebelarse simbólicamente. Y muchas veces ese reconocimiento se articula en torno a un rasgo: una frase, una actitud, una estética del enfrentamiento.
El psicoanálisis ha llamado a esto identificación al rasgo. No se trata de adherir a una totalidad coherente, sino a un detalle que condensa una experiencia subjetiva. En política, ese rasgo puede ser una impronta de liderazgo -una forma de ejercer la autoridad, de nombrar los conflictos o de marcar distancia con lo anterior-, pero también una combinación de ideas, propuestas y estilo que logren condensar una orientación reconocible. La racionalidad, en ese marco, no desaparece: simplemente requiere ser representada de forma simbólicamente eficaz.
Ese rasgo actúa como un punto de anclaje: ofrece sentido, pertenencia, dirección. Votar por quien promete arrasar con el Estado no es siempre un acto de convicción ideológica. A menudo es una forma de expresar una ruptura frente a un orden que se percibe como indiferente o ajeno.
El desafío para las fuerzas progresistas, entonces, no es sólo programático. Es también simbólico y representacional. No basta con tener las mejores ideas si no logran articularse en una figura, un relato o una forma reconocible de lo común. Eso no exige fabricar un liderazgo carismático ni reemplazar la política por teatralidad. Exige, más bien, condensar una orientación en la que las ideas, las propuestas y el estilo de enunciación formen parte de una figura pública que permita reconocerse y convocar.
Las primarias del progresismo en Chile podrían representar una oportunidad para avanzar en esa dirección. No para disputar una adhesión emocional desbordada, sino para recuperar la capacidad de representar un proyecto inteligible y deseable a la vez. Uno que no renuncie a la razón, pero que sepa también dónde y cómo actúa la identificación. Porque la política no es solo deliberación racional ni sólo movilización afectiva. Es, en su mejor forma, la construcción de sentido compartido. Y sin eso, todo lo demás se vuelve advertencia sin efecto.
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