Luego de que la opción Rechazo ganara el plebiscito, del 4 de septiembre recién pasado, no se logra un entendimiento entre las fuerzas políticas con representación parlamentaria para retomar el proceso constituyente y avanzar hacia una nueva Constitución, nacida en democracia.
Las conversaciones se han alargado durante ya más de tres meses, pero no hay acuerdo. De hecho, las diferencias se acentuaron en el diálogo que se lleva a cabo en las instalaciones del que fuera edificio del Congreso Nacional en Santiago, hasta su disolución por la junta militar a fines de 1973.
Tras esos añosos muros, testigos de tantas luchas políticas e ideológicas, estremecidos también por los terremotos propios del territorio nacional, la derecha tradicional pidió, a través del grupo "amarillos", una demanda imposible: que el organismo redactor del nuevo texto constitucional fuese designado directamente por ambas Cámaras del Congreso Nacional.
Como fuese el nombre del futuro órgano redactor Convención, Cabildo, Asamblea o Consejo, no era lo importante, tampoco sus perfiles territoriales o regionales, pero sí que sea designado a dedo. Con un descarnado reconocimiento de su objetivo y rudeza en sus procedimientos, la derecha desnudó sus propósitos, pero no ha podido imponerlos, son expresión del tutelaje autoritario y conservador en democracia, asegurarse el control y seguridad de la redacción por vía burocrática y administrativa, nada de votos ni recintos de votación, sino que garantizarse las designaciones desde ambas Cámaras del Parlamento.
Después, ante el vacío en que cayó la exigencia del nombramiento a dedo, y como ultimátum, el viernes recién pasado la derecha exige una Convención o Asamblea mixta, mitad elegidos y mitad designados, con un sistema electoral que le favorece. De ese modo, se arrogan la propiedad del resultado en el plebiscito del 4 de septiembre y lo expresan en la pretensión de tener un total tutelaje sobre la redacción de la nueva Constitución.
Así, la derecha sigue igual que durante la dictadura, mantiene su fidelidad a la esencia antidemocrática de la Constitución del '80, pide "moderación" en el texto de la nueva Constitución negando el ejercicio de la voluntad popular y reclamando el control del proceso constituyente a través de miembros "designados" a dedo e imponiendo una capacidad de resolución al rol de los expertos que reedita la experiencia de los senadores designados, caducados en las reformas constitucionales del año 2005, así como, instalan otros procedimientos que reducen y minimizan la función de quienes surjan de la ciudadanía.
Ahora bien, lo delicado está en que la piedra angular de la relación institucional entre las fuerzas políticas, particularmente, entre la izquierda y la derecha reside en el ejercicio y el respeto a la voluntad soberana que se expresa en las urnas. Esa es la base de la convivencia en democracia. Las diferencias relativas a proyectos de sociedad sólo podrán dirimirse, legítimamente, mediante la voluntad popular.
Entonces, si ese fundamento central de la vida institucional cae en desuso o caduca debido a que la derecha no lo acepta, se instala un precedente sumamente grave porque el núcleo dirigente de la derecha, sus auténticos "controladores", se establecen de facto como un factor de contención ultraconservador de los anhelos de cambio que se anidan en el alma de Chile.
En efecto, el régimen democrático tiene como principio básico el reconocimiento que las diferencias de proyecto-país son legítimas y serán resueltas a través de la voluntad popular, ejercida en votaciones universales, libres y secretas. Esta es la clave del futuro democrático de la nación chilena. No se puede tirar por la borda.
La civilización humana ha encontrado en el ejercicio de la voluntad soberana de las naciones la vía institucional capaz de tratar las diferencias cuando se intensifican al grado de incitar a una confrontación brutal. El golpe de Estado de 1973 fue, precisamente, el aplastamiento más brutal de ese principio fundamental. El Presidente Allende iba a intervenir en la entonces Universidad Técnica del Estado para convocar un plebiscito sobre las alternativas planteadas al país. El uso brutal de la fuerza lo impidió. La lección es clara, ante el posible ejercicio de la soberanía popular se impone la barbarie.
En circunstancias tan decisivas como las que hoy vive Chile el valor de la soberanía popular es determinante. No es un misterio que las instituciones democráticas se han visto debilitadas en su legitimidad y muchos protagonistas de la contingencia actúan con tal desacierto o infortunio que no hacen más que aumentar el problema. Hay decisiones trascendentes para Chile que deben ser resueltas por la voluntad popular.
Los males de la democracia se curan con más democracia, no puede ser que la derecha pida hacer dejación de un principio tan fundamental arguyendo en privado que los grupos ultraconservadores podrían desplazarlos electoralmente. La solución que propician es un procedimiento que niega la soberanía popular. Es imposible satisfacer una demanda que agrava tan profundamente el dilema que se pretende resolver. Ante el desacuerdo, la soberanía popular debe decidir.
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