Educación técnico-profesional, ausente del debate

¿Sabía usted que en Chile hay 668.000 jóvenes que no trabajan ni estudian? Muchos de ellos no califican para estar en las estadísticas de desempleo, sin embargo son una herida abierta en nuestro sistema educacional y de integración social.

¿Sabía usted también que en España (país orientado a las carreras humanistas universitarias cómo en Chile), el desempleo juvenil es de 43% mientras que en Alemania (país con una fuerte orientación a la educación técnico-profesional ETP) es de un 3%?

Por cierto no se trata de hacer extrapolaciones automáticas, pero es un hecho que Chile parece estar yendo en la dirección opuesta a lo sugerido por la OECD. Según sus sugerencias debieran graduarse tres técnicos por cada profesional. ¿Adivinen cómo es en Chile? Dos profesionales por cada técnico.

Con estos antecedentes no deja de sorprender que este tema esté completamente ausente del debate sobre la “revolución” en educación.

Mientras la discusión pareciera centrarse en cómo garantizar una educación superior gratuita para futuros médicos, abogados, ingenieros comerciales y otras profesiones tradicionales, casi nadie habla de los cientos de miles que han tomado o debieran tomar el camino de una formación técnica más breve y vinculada al mercado del trabajo.

No me sorprende y menos escandaliza que los universitarios luchen por ampliar sus beneficios y mejorar radicalmente la educación que reciben. Lo que sí me sorprende (y a ratos me espanta) es que nadie levante la voz por los que no tienen voz.

Con el objeto de ilustrar de qué estamos hablando me parece importante dar algunas cifras.

Primero, a nivel secundario, pocos saben que el 40% de la matrícula es técnico-profesional. Y es ahí donde estudian nuestros jóvenes más pobres. El 65% proviene de los dos quintiles más pobres, alcanzando a un 83,5% si se suma el tercer quintil.

Uno esperaría que un país preocupado de mejores oportunidades a los más necesitados se tomara en serio este tipo de educación, sin embargo la realidad es muy distinta.

Los expertos y quienes somos sostenedores de este tipo de educación sabemos cuáles son sus principales falencias: retraso tecnológico (de sus docentes y equipamientos técnicos), desvinculación con el sector productivo, falta de correspondencia con el mercado de trabajo y una pobre vinculación con la educación vocacional y superior técnico-profesional.

En segundo lugar, pocos saben que hoy son 380.000 los jóvenes los que estudian en Centros de Formación Técnica (CFT) e Institutos Profesionales (IP), es decir, el 39% de toda la educación superior.

Al igual que en la secundaria, la mayoría de los que estudian estas carreras provienen de los segmentos más pobres de la sociedad. El 57% proviene de los primeros tres quintiles de ingreso, y el 87% es primera generación en la educación superior.

Tampoco debiera sorprender, aunque es un dato ausente de la discusión nacional, que el 40% de esos esforzados jóvenes lo hace de forma vespertina, como una manera de compatibilizar el estudio con el trabajo que tienen que sostener para financiar sus estudios.

Crear cursos técnicos cortos y de buena calidad, de acuerdo a las necesidades ocupacionales del país, es una manera concreta de ayudar a los miles de jóvenes que necesitan comenzar a trabajar tempranamente para poder salir adelante.

¿Y cómo los ayuda la sociedad? ¿Les da un tratamiento privilegiado? Muy por el contrario.

La mayoría de los mejores beneficios se van para los estudiantes de las universidades del CRUCH. Ej. las becas bicentenario (exclusivas para estas universidades) pueden cubrir hasta el millón ochocientos mil pesos. Las de excelencia, por su parte, en el caso de los estudiantes de carreras técnicas sólo hasta los 500.000. Por cierto estos jóvenes no tienen derecho a acceder al fondo solidario.

Alguien podría argüir el tema del lucro o la calidad, ambos muy ciertos y atingentes. Sin embargo, también aquí hay sorpresas. Cuatro de las cinco instituciones de educación superior acreditadas por 6 o 7 años son Institutos profesionales o Centros de Formación Técnica (a parte de otras 8 que son Universidades del CRUCH), y ninguna de estas accede al Aporte Fiscal Indirecto o a los Fondos de Fortalecimiento Institucional.

Más aún, las dos principales entidades (INACAP y DUOC) no tienen fines de lucro y agrupan casi el 50% de esta matrícula.

En fin, podríamos seguir. En un país donde casi 700.000 jóvenes no trabajan ni estudian, donde el 40% de la matrícula de enseñanza media es técnico-profesional, donde casi 400.000 lo hacen en entidades de educación técnica de nivel superior, y donde según la industria existe un déficit de 600.000 técnicos calificados para el desarrollo productivo nacional, parece un pecado de marca mayor que este tema esté ausente del debate.

Para quienes tenemos responsabilidad política, es un deber ser voz de estos jóvenes que no marchan ni protestan, pero que necesitan nuestra ayuda como el que más.

El futuro de ellos depende de nuestra capacidad de poner sus necesidades en el urgente y trascendente debate sobre el nuevo modelo educacional de Chile.

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