El “caracazo” y la inestabilidad en Venezuela

Hace 30 años, el 27 de febrero y los días siguientes de 1989, fue “el Caracazo”, una rebelión social en Venezuela generada por las antipopulares y regresivas medidas económicas del entonces, recién asumido, gobierno de Carlos Andrés Pérez.

La protesta partió por el alza de los precios del transporte público que abría una escalada que incluía el agua, los combustibles y la electricidad, se liberaban las tasas de interés y el tipo de cambio, precipitando la devaluación de la moneda y elevando el costo de la vida a niveles inmanejables. El típico clasismo que la crisis tiene que pagarla el mundo popular.

Fue la receta del FMI ante el endeudamiento y el déficit aumentados por la caída de los precios del petróleo y el descontrol del gasto público, incluido el derroche o la apropiación indebida de recursos, a lo largo de los años.

La población tendría que pagar el dinero perdido, irresponsablemente gastado, la protesta se tomó las calles y los barrios populares entraron en ebullición.

Las fuerzas policiales fueron desbordadas y actuó el Ejército lo que agudizó la violencia y generó el caos, cuyo trágico balance superó los mil muertos, en forma oficial se dijo 276, hubo saqueos, incendios y bandidaje de todo tipo.

Tratar el desorden público como un choque armado entre dos ejércitos fue un error garrafal. El costo político del “caracazo” llega hasta hoy, quedó en el alma de la democracia venezolana como un peso, una marca sobre el desarrollo posterior.

Pocos después, en 1992, dos revueltas de uniformados, la primera de ellas encabezada por Hugo Chávez, vinieron a señalar que la estabilidad democrática estaba herida, socavada por una pérdida de legitimidad y que el sistema político estaba sin respuesta ante el nuevo desafío.

Luego del “caracazo”, Carlos Andrés Pérez quedó severamente cuestionado, a la postre fue destituido. No importo que en su primer gobierno nacionalizó el petróleo. Hubo elecciones y ganó el líder histórico de Copei, Rafael Caldera, a la cabeza de una nueva opción que no logró estabilizar la situación, pero amnistió a Hugo Chávez, que ganó las elecciones en 1998.

Así comenzó otra etapa, con inestabilidad y nuevas tensiones, incluido el fracaso del putsch contra Hugo Chávez, en febrero del 2002, pero al poco tiempo otra bonanza petrolera le permitió subir el gasto social, cimentar una base de apoyo popular y presentar el proyecto bolivariano más allá de Venezuela.

Ello significó más gastos a las arcas fiscales, hasta que de nuevo la situación se hizo insostenible cuando el ciclo de los altos ingresos petroleros concluyó y su precio se derrumbó. 

El liderazgo de Hugo Chávez fue decisivo para Venezuela en la primera década del siglo, pero no era eterno, en el 2011 se le diagnosticó cáncer, aún así sostuvo una nueva y exitosa postulación presidencial el segundo semestre del 2012, aunque murió antes de asumir.

Lo hizo por él, en marzo del 2013, el candidato que lo acompañó a Vicepresidente, Nicolás Maduro, desde entonces en medio de turbulencias financieras y de un malestar político y social que le resultaron incontrolables.

Este retorno de las “vacas flacas” trajo escasez, medidas verticales y centralistas, de rígidos controles, de un errático orden y mando propio de una “guerra económica”, las que trajeron más desorden, parálisis productiva y una hiperinflación que ahoga cualquier esfuerzo del Estado y de las familias para hacer frente a una situación agobiante.

Ello acompañado además, de graves denuncias, juicios y demandas en diversas instancias por la corrupción y la ineficiencia de la burocracia que va de la mano, inevitablemente, con la cleptomanía de algunos gobernantes.

Un Estado visto como una fortaleza de la democracia en América Latina no soportó una enorme desigualdad y el desencanto por la corrupción y los abusos.

Desde el “caracazo” vive en una crónica inestabilidad, de reformas y contrarreformas, dos Asambleas Constituyentes, la promulgación de una nueva Constitución y plebiscitos modificatorios de esa Constitución y un Referéndum revocatorio. Ahora funcionan en paralelo la Asamblea Nacional y la segunda Asamblea Constituyente qué pasó a ser permanente. El balance es una conmoción política y social sin precedentes.

En esas condiciones no podía sino brotar una confrontación política de imprevisibles consecuencias. Este quiebre en Venezuela no encuentra salida porque no es viable un régimen dictatorial en esta etapa de America Latina, no hay como vivir sin pluralismo político, sin diversidad y sin el pleno ejercicio de los Derechos y libertades fundamentales, así como tampoco es viable una intervención militar desde el exterior que imponga un régimen de fuerza como el que se impuso en Chile en 1973. 

La ruta son elecciones libres, pluralistas, con efectivas garantías de participación y control, pero hasta ahora no hay como llegar a ellas y se agudiza la polarización, aumentando las penurias que vive la población del país.

Los sucesos en Venezuela reinstalan el debate acerca de la democracia y el socialismo, sobre cuál es la ruta hacia una nueva sociedad, en la que se establezcan relaciones fraternales de cooperación entre sus miembros, que sea capaz de ser eficiente para invertir, valorar el trabajo social y atesorar un patrimonio nacional que supere la pobreza, la ignorancia y toda forma de opresión o discriminación.

La vía al progreso económico no puede imponer un rígido control burocrático y autoritario que hace incompatible el cambio social con el avance individual y que reprime la libre expresión de las demandas que surgen en una comunidad diversa y pluralista.

La negación de la libertad es fatal para el proyecto socialista. No hay lucha por la igualdad que pueda ser victoriosa desde la opresión que es incompatible con la esencia libertaria del socialismo.

Por ello, el crecimiento de la ultraderecha en América Latina se alimenta a diario de la conducta del régimen de Venezuela, que le ha permitido tomar la bandera de la libertad después que los regímenes conservadores y dictatoriales de derecha la negaron brutalmente durante décadas. No tiene nada de casual por ejemplo, el término “chilezuela” para causar un daño irreparable a la centroizquierda en las últimas elecciones presidenciales.

El desafío del socialismo es universal, los grupos que viven en la marginalidad, que apoyan al poder por la satisfacción de sus demandas básicas más inmediatas, son sólo una parte del reto civilizacional que tienen ante sí las fuerzas de izquierda, cuya visión debe mirar el conjunto del reto épocal que abarca y afecta a la humanidad en la crisis global, por lo demás el clientelismo que manipula la indigencia y la incultura crea una imagen errada de un respaldo popular que muchas veces, simplemente, es artificial.

La irrupción del conocimiento como palanca esencial del desarrollo humano exige una nueva convicción social basada en un compromiso moral con la humanidad que no se da cuando la existencia está dedicada sólo a la meta de sobrevivir por la aguda escasez de alimentos.

No hay inversión en el futuro ni sustentabilidad ambiental, como tampoco cese de la opresión racial, étnica y de género si cada cual se levanta para buscar que comer en el día. Esto lo advierte Marx, hace más de 150 años, cuando criticó lo que denominó “comunismo primitivo”.

Se trata de generar una economía potente y sustentable que garantiza el bien común sin que el Estado sea dueño de todo porque ese tipo de organización estatal fracasó, sino que promoviendo regulaciones y medidas redistributivas, incluyendo la propiedad del sector público donde corresponda, como decisiones de conducción económica que corrigen la desigualdad que trastorna y agobia los países en la globalización.

El sentido histórico del socialismo no es sostenerse dictatorialmente en el poder porque la población agradece una cuota de artículos básicos y alimentos esenciales, sino que dando plena energía a las potencialidades de la economía y la cultura en una sociedad de hombres y mujeres libres, sin la asfixia diaria de la coerción de sus derechos y libertades, donde “el desenvolvimiento de cada uno es la condición del libre desenvolvimiento de todos”, en la conocida definición de Marx.

Asimismo, el proyecto socialista debe situar en el centro de su atención la alternancia en el poder y evitar la instalación de patotas o camarillas que hagan usufructo del Estado con fines personales y abandonen la responsabilidad política y ética que les hizo gobernantes. En tal sentido, se requiere ahondar en el proyecto de un Estado social y democrático de Derechos que encarne estos propósitos.

Ya no basta con un par de arengas efectistas y decir que el descontrol de la inflación, la parálisis productiva, el deterioro de servicios esenciales como la salud, la escasez de alimentos y la ausencia de democracia son fruto de la acción del imperialismo. No hay nada que sirva más a los ultraconservadores que esa excusa por la ineptitud de gobernar y la rampante extensión de la corrupción.

Tampoco la personalización del poder es la respuesta, no hay como justificar y legitimar un líder cercado de incondicionales que toman para sí las decisiones, aplicando inadmisibles recursos represivos, arrebatando el rol que corresponde a los partidos políticos, a las organizaciones sociales o a las entidades del Estado. Lo que Maduro presenta como socialismo del siglo XXI, lisa y llanamente, no es socialismo.

No se puede avanzar hacia una nueva sociedad con métodos que la niegan, así lo enseñó en Chile el pensador socialista, Eugenio González, redactor de nuestro Programa de 1947, es decir, el proyecto socialista no es la coerción de las libertades, la represión del pluralismo y la exclusión de los que piensan distinto.

Esa idea dictatorial de la construcción del socialismo es levantar un gigante con pies de barro, y la historia ya mostró que se viene abajo. Hay que ratificar que la ruta del socialismo es la democracia.

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