Sin ser ingenuo, debo reconocer que la política real tiene algo de hipocresía, que algunos llaman diplomacia o pragmatismo, conceptos tan necesarios para gobernar con cierto orden y éxito. A todos nos pasó alguna vez lo de tener que votar por un candidato que no nos satisfacía totalmente, pero representaba, aunque sea en parte, nuestras ideas o nuestro conglomerado más afín, o porque sólo era el candidato del partido, de nuestro partido.
Lo mismo con las medidas de nuestros gobiernos, las que defendemos sólo por ser parte de nuestro gobierno, o las atacamos desde la oposición sólo porque estamos en la oposición, o nos enfrascamos en estas máximas maximalistas donde todo lo que no es lo propio (nuestras ideas, nuestros partidos o nuestros candidatos) son precisamente el extremo opuesto; o sea son el fascismo o el comunismo, según sea el cristal con que se mire, y si uno es moderado lo tildan de amarillo. El gobierno de Boric ha tenido que sufrir mucho con esto, al nivel de reconocer que las querellas y recriminaciones hacia el de Piñera "fueron más allá de lo justo y razonable". Un avance.
Pero en el fondo, poco importa la búsqueda de la verdad profunda, menos la honestidad política o la consecuencia; los relatos se acomodan con la excusa de una necesaria gobernabilidad, con la excusa de que la real politik requiere ciertas benevolencias, vistas gordas, miradas oblicuas, hacerse un poco el leso por cualquier motivo. Por eso, pese a condenar el régimen chino, podemos igual hacer negocios con ellos; y no así con otros países de similares características que no representan un buen negocio para el país. Ahí se aplica el doble estándar en gloria y majestad. Criticamos las dictaduras de los contrarios, pero minimizamos las del propio sector. Hoy parte de la derecha más dura rasga vestiduras por el proceso de Maduro, pero antes fueron cómodos y silentes partidarios o, al menos, testigos, de la dictadura pinochetista; al revés, muchos de quienes criticaron los 17 años del dictador chileno y alentaron el intervencionismo internacional, e incluso la guerrilla, hoy reclaman no involucrarse en los procesos eleccionarios venezolanos, exigiendo no intervenir en sus asuntos.
Pasa en todas partes. EE.UU. persigue y juzga el crimen de Letelier en Washington, en buena hora, pero mira para el lado los crímenes de Israel en el exterior. Cada uno tiene su tejado de vidrio y sus cadáveres en el clóset, como para hacer de todo esto una gran farsa.
Sin embargo, de repente es hora de sincerar posiciones y acudir a las convicciones éticas más profundas. Harta falta le hace eso a la política internacional, pero sobre todo a la nuestra, anquilosada en una vieja disputa superada por la historia. Es hora de que nos sacudamos de nuestros febles compromisos ideológicos tributarios de una herencia familiar o, lisa y llanamente, del prejuicio y la fe más que de ideas frescas constructoras de nuevos paradigmas.
Subterfugios más o menos, lo que ocurre en Venezuela es digno de la peor de las pesadillas bananeras, una parodia más trágica que cómica de la política latinoamericana, un régimen que en fondo y forma altera grotescamente la voluntad popular, estableciendo un proceso eleccionario absolutamente cuestionado e ilegal con el propósito de perpetuarse en el poder a una élite política cuyo único destino -si pierde- es buscar refugio en sus aliados históricos -Irán, Rusia, Cuba o Nicaragua-, todos ejemplo, como ellos, de democracias fallidas, gobiernos autoritarios sino derechamente dictatoriales, emplazados sobre frágiles institucionalidades acomodadas a los intereses del régimen de turno o al único partido que señorea transversalmente sobre los poderes del estado, confundiéndose como el patio trasero de regímenes que no sólo no cumplen con el estándar democrático mínimo sino que además -lo que es más grave- tienen a su población sumida en la miseria y la opresión.
Algunos siguen insistiendo con la idea de validar al régimen recién reelecto sólo cuando la autoridad competente entregue o transparente las actas eleccionarias, sin embargo, me parece que ya es tarde, eso debía haberse hecho en su momento, cualquier demora en sí misma acarrea la sospecha. ¿Alguien cree que el régimen va a transparentar datos que se contradice con la mise en scène ya montada?
¿Cuán autónoma puede ser una institucionalidad electoral que a menos de 12 horas de terminadas las elecciones, sin mediar procesos de reclamación, apelación, reconteo de votos, entrega de información a los veedores y opinión pública y proclama un vencedor?
Vencedor, que dicho sea de paso, en su discurso sólo trata de justificar la legitimidad de su triunfo, acusar sin pruebas ni evidencias al fascismo internacional y a los opositores de un supuesto complot y una serie de frases para el bronce propias de un circo, utilizando palabras rimbombantes y sin embargo vacías, acerca del pueblo, de la democracia, de la derrota del fascismo o del triunfo "definitivo" de la revolución bolivariana que, como decía anteriormente, tiene a millones de venezolanos exiliados, líderes opositores perseguidos o apresados, y la país aislado internacionalmente.
No se permitieron observadores que no fueran del gusto del régimen y los que pudieron contar con la autorización, como el Centro Carter, hoy denuncian que la elección "no cumplió con los estándares internacionales de integridad electoral y no puede considerarse democrática". Pero claro, son ellos ahora, después de la elección, también monigotes del fascismo internacional, como los son los gobiernos de Perú, Chile o Uruguay. ¿Sabrá Maduro qué es el fascismo?
Cuando se le critica al Partido Comunista chileno su doble estándar democrático éste se defiende acusando de "anticomunistas" a los que critican, curiosamente como si ser anticomunista fuera una peste o una enfermedad, y la verdad es que si existe el anticomunismo (como también existe el antifascismo o el antinazismo) es porque ellos mismos no han podido dar muestras claras de su compromiso con la democracia apoyando a regímenes dictatoriales, y que a diferencia de sus pares europeos, continúan enfrascados en la dialéctica de la Guerra Fría quizás porque no se han enterado de la caída del muro y del fracaso estrepitoso de los socialismos reales. Ya casi no quedan comunistas de la vieja guardia en el mundo, al menos con la postura ideológica de los nuestros, los otros han hecho su travesía por el desierto y, manteniendo incólume sus utopías filosóficas, han sabido adaptarse a los tiempos y funcionar dentro de las lógicas democráticas que caracterizan a los países europeos, pero acá el PC es otra cosa.
En la lógica maximalista algunos me acusarán rápidamente de "anticomunista" o, aún más, a lo mejor de "fascista", sólo por intentar analizar sin hipocresías el estándar democrático de un cierto sector de la izquierda, pero los que me conocen saben que he hecho lo mismo con un sector de la derecha que tampoco se sacude aún de su ideal pinochetista, y mira con nostalgia la impronta franquista o carlista que los sectores empresariales más conservadores instalaron en Chile desde los años '60 y con ello, una hegemonía de clase, más propia del siglo XIX, por parte de un empresariado vinculado al Opus Dei y a su propio doble estándar moral que propicia con su mano derecha la caridad cristiana o con la izquierda la mantención del status quo económico y social que tiene sumido a Chile, más allá de los progresos evidentes de los últimos 40 años, en una profunda desigualdad y falta de oportunidades para todos.
La política no es el ejercicio de un acto de fe, por el contrario, requiere de mentes esclarecidas y de liderazgos intrépidos con un importante compromiso moral, y la construcción de soluciones desde la evidencia que ofrecen las ciencias sociales. Por eso, más allá de la existencia de un necesario maquiavelismo en la política, creo que es hora de sincerar las ideas, por fin abrazar las más genuinas convicciones éticas y denunciar todo aquello que más allá de los prejuicios nos impide liberar nuestras conciencias.
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