¿Hay razones para ser optimista?

Siempre nos ilusionamos con la posibilidad de que el año que comienza sea mejor que el anterior. Es la larga historia de la esperanza humana, del deseo que nos lleva a imaginar un mañana sin las inseguridades de hoy. Ese deseo nos sostiene y también nos estimula. Sin embargo, sabemos que eso depende de muchos factores y que el signo del mundo globalizado es la incertidumbre. El futuro puede ser mejor gracias a los avances de la ciencia y la tecnología, el pasmoso desarrollo de la biotecnología y la inteligencia artificial, pero también puede traer nuevos elementos de desajuste social y hasta profundizar la desigualdad. 

Los ensayos del historiador israelí Yuval Noah Harare, en particular “21 lecciones para el siglo 21” (Debate, 2018), describen lúcidamente los inmensos retos que la humanidad tiene por delante para asegurar que la vida mejore en todos los sentidos, y mejore para todos.

Chile ha conseguido logros económicos, sociales e institucionales desde que recuperó la democracia, pero eso mismo ha hecho más compleja la tarea de consolidar los avances y enfrentar las nuevas exigencias.

Quienes tienen entre 18 y 24 años integran la generación con mayor nivel educacional de la historia del país. Con todo, sabemos que los diplomas de educación superior ya no son la garantía de mejores ingresos y mayor movilidad social, como lo eran cuando solo una minoría accedía a la universidad.

Es sabido que la robotización y otros procesos de transformación en la industria, el comercio y los servicios dejarán desfasadas muchas profesiones, lo que supone desafíos colosales respecto de cómo proteger a las personas que serán desplazadas.

Así las cosas, necesitamos que Chile no retroceda respecto de lo mucho que ha progresado, y de lo cual es un indicador elocuente la llegada de miles de inmigrantes de diversos países, que vinieron hasta los confines del continente buscando mejores horizontes. La integración de ellos en condiciones dignas plantea nuevos retos en varios ámbitos.

La economía ha vuelto a crecer auspiciosamente en 2018 y la inversión ha dado también un salto. Son buenos indicadores. Pero el desempleo es todavía un problema y sabemos que hay focos de pobreza que requerirán un gran esfuerzo del Estado y el sector privado.

El estudio sobre la pobreza multidimensional realizado por el ministerio de Desarrollo Social, que identificó 18 grupos vulnerables, describe la magnitud de los esfuerzos que Chile deberá realizar para atender a quienes se van quedando atrás. Es el desafío de la inclusión y la solidaridad. La erradicación de la pobreza es una tarea nacional, que exigirá el concurso de varios gobiernos.

Para seguir avanzando, tenemos que perfeccionar la democracia representativa. Lo primero es no transigir frente a cualquier expresión de violencia. El régimen democrático es un pacto para convivir en la diversidad dentro de un orden legal que nos protege a todos.

Por lo tanto, solo puede sostenerse si los ciudadanos se comprometen con sus principios y procedimientos. Su vulnerabilidad surge del hecho de que las libertades, que valen para todos, pueden ser usadas maliciosamente por algunos con el propósito de socavarlas e incluso anularlas.

Necesitamos mejorar nuestras instituciones, algunas de las cuales muestran graves vicios, carencias y limitaciones. El caso más dramático es sin duda el de Carabineros, que requiere de urgentes reformas que mejoren la base moral y profesional de su desempeño y le permitan recuperar la estimación de los ciudadanos.

Todo esto remite obligatoriamente a la necesidad de modernizar el Estado, para que cumpla mejor sus funciones en todas las áreas, para que sea menos burocrático y menos dilapidador, y sirva mejor a la población. No puede ser el coto de caza de ningún partido o gremio.

Solo así será un instrumento de cohesión social, sintonizado con los tiempos. Esto demanda una política de mayor calidad, que aliente el civismo, las virtudes del diálogo, la voluntad de converger en todo aquello que favorezca el progreso del país y permita que los frutos de ese progreso lleguen a todos.

Es indispensable fortalecer los órganos de representación, en primer lugar el Congreso. Necesitamos elevar el nivel de calificación de sus integrantes, para lo cual los partidos deben seleccionar mejor a sus candidatos.

Por supuesto que la calificación no se refiere únicamente a los títulos o diplomas, sino a ciertos atributos esenciales, la integridad en primer lugar, pero también el nivel intelectual y cultural que requiere la tarea de legislar.

Los ciudadanos tenemos derecho a criticar a los gobernantes. Debemos juzgar sus acciones y sus omisiones. Ellos responden ante la comunidad por lo que hacen o dejan de hacer.

No puede haber indulgencias frente a los errores de bulto que afectan el interés colectivo.

Pero también debemos juzgar la actitud de los opositores y no ser indulgentes cuando actúan exclusivamente guiados por el deseo de que fracase el gobierno en funciones. Tenemos que ser capaces de impulsar políticas públicas que no cambien cada cuatro años.

La amenaza populista es real. En su libro “El pueblo soy yo” (Debate, 2018), el historiador mexicano Enrique Krauze define el populismo así: “es el uso demagógico de la democracia para acabar con ella”.

Ya sea que tenga un rostro nacionalista y racista en algunas partes, revolucionario en otras, manipulador de los rencores allá, invocador de nuevas utopías acá, el populismo tiene una inocultable raíz autoritaria.

Que levante banderas de derecha o de izquierda es irrelevante porque lo que hace es socavar la cultura de la libertad, la división de poderes, los principios y procedimientos de la democracia liberal.

El populismo es una concepción cínica del poder, que sigue la dirección de los vientos y busca explotar los sentimientos de postergación, frustración y maltrato de diversas capas de la sociedad, así como también sus rencores, prejuicios e inquinas contra aquellos que pueden ser señalados como culpables de su infelicidad.

Encarna una forma degradada de la política, caracterizada por la banalidad y el cálculo de ganancias. No es tampoco un fenómeno nuevo, porque expresa desprecio por los límites morales, y eso es muy viejo.

Volvemos a la pregunta inicial, ¿Hay razones para ser optimistas?

Y la respuesta sería, “Sí, pero… O sea, reconociendo que hay factores que no podemos controlar, depende también de que hagamos bien las cosas, no perdamos la cabeza, defendamos las libertades a brazo partido, fijemos bien las prioridades, y por cierto no nos dejemos intimidar por lo que más gritan. Tenemos derechos, pero también deberes.

Para que Chile siga avanzando, solo nos sirve partir de la realidad, calce ella o no con los deseos, los esquemas doctrinarios o los proyectos partidistas.

Y como la realidad es compleja, ello exige capacidad de observación y estudio; de otro modo, el diagnóstico sobre las necesidades será equivocado y se contaminará de voluntarismo u oportunismo. Confundir los deseos con la realidad siempre trae malas consecuencias.

Tenemos que pensar en lo que conviene al país. Eso supone buena voluntad para valorar las iniciativas del gobierno en su propio mérito.

Precisamente por esto, corresponde destacar la actitud de los opositores que acogieron la invitación del Presidente Piñera para integrar las mesas pluralistas de trabajo en las áreas de Infancia, Seguridad Ciudadana, Educación, Desarrollo Integral, Araucanía, Salud, etc., las que realizaron un valioso trabajo de decantación de propuestas que deberían iluminar las iniciativas legislativas de este período.

Viene pronto la discusión parlamentaria sobre el proyecto de reforma a las pensiones. Es un asunto fundamental en un país en el que cada día hay más adultos mayores, muchos de los cuales necesitan mejorar urgentemente sus ingresos. Necesitamos que Chile sea cada vez más próspero y, a la vez, cada vez más solidario.

 

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