Proteger nuestros liceos

El sábado 1 de septiembre, unos 20 encapuchados agredieron a varios alumnos y profesores del Instituto Nacional que se encontraban realizando diversas actividades, y llegaron a rociar con bencina al director y la inspectora general. La conmoción fue naturalmente muy grande y movió a un grupo de apoderados a reunirse el lunes 3 en el establecimiento para manifestar su condena a esa acción desquiciada.

El cartel que levantó una madre decía: “No más encapuchados, no más violencia, no más impunidad”. El Instituto ha sido escenario de múltiples acciones violentas, asociadas sobre todo a las frecuentes ocupaciones. Como se sabe, fue fundado en 1813 por José Miguel Carrera y está fuertemente vinculado a la evolución de nuestra república. Ha sido, pues, muy penoso que las tendencias destructivas hayan socavado su prestigio en los últimos años.

El martes 4 de septiembre, otro grupo de encapuchados, algunos vestidos con overoles blancos, levantaron barricadas frente al Liceo de Aplicación y lanzaron bombas molotov contra carabineros. La TV mostró las escenas en que varios encapuchados atacaron a un  carabinero que quedó encajonado en una parte del edificio. Fue muy impresionante ver la saña con que lo golpeaban. Cinco carabineros resultaron heridos y dos alumnos detenidos.

El director y los docentes han realizado grandes esfuerzos para asegurar el normal funcionamiento de un colegio que tiene una respetable tradición (fue fundado en 1893), pero es visible que subsiste la amenaza de la violencia. La presidenta del centro de padres reconoció que los apoderados están cansados de los episodios de violencia, pero que seguirán defendiendo al colegio.

El Liceo Darío Salas ha sufrido por largo tiempo los embates de los grupos violentos y se encuentra en una situación que hace temer por su futuro. Fundado en 1947, ha sido el foco de la acción destructiva de activistas ligados al anarquismo, que han causado graves destrozos al establecimiento y han generado incertidumbre entre profesores, alumnos y apoderados.

La disciplina de estudio allí se quebró, los horarios no se cumplen, el personal directivo está superado por el deterioro de un liceo que estuvo entre los mejores colegios públicos en el pasado.

El Liceo Amunategui sufrió en junio las consecuencias del extravío de un grupo de alumnos, lo que llevó a sus profesores a declarar, “repudiamos firmemente el actuar de un grupo de estudiantes del Liceo en relación a los destrozos y desmanes causados dentro del establecimiento, junto con la quema de la sala en la que nosotros convivimos y trabajamos jornada tras jornada, destruyendo y robando materiales y elementos personales antes del incendio, culminando con lo poco que quedó, consumido por las llamas. Consideramos que los actos ocurridos son acordes a la inconsecuencia de este grupo de estudiantes, dado que las peticiones históricas de nuestro alumnado han sido siempre la lucha por una educación de calidad en un espacio propicio”.

El municipio de Santiago se vio obligado a suspender las actividades del colegio y a redistribuir a los alumnos en otros establecimientos, a la espera de las costosas reparaciones que hubo que efectuar.

La perniciosa acción de los grupos violentos ha terminado de convencer a numerosas familias de que sus hijos deben emigrar a otros colegios, sobre todo particulares, para garantizar que no corran riesgo físico y reciban una educación de calidad.

En los últimos 3 meses, más de 400 alumnos se retiraron de los llamados liceos emblemáticos de la comuna de Santiago. Es explicable que muchos ex alumnos de esos y otros liceos públicos experimenten una gran desazón ante el proceso de degradación de esos establecimientos, con los que mantienen un vínculo sentimental y a los que tratan de apoyar en diversas formas.

El fenómeno de la violencia estudiantil obedece a numerosas causas, entre ellas la desarticulación de las familias de muchos estudiantes, la ausencia en ellos de preceptos básicos sobre convivencia, el impulso de expresar sus frustraciones, pero también influyen las consignas apocalípticas de tono justiciero, los malos consejos de adultos desaprensivos, etc.

Como sea, lo que cuentan son los efectos nocivos que esa violencia tiene en las comunidades educativas y en el conjunto de la sociedad.

Los colegios simplemente no pueden funcionar si hay alumnos que han elegido el argumento de la bomba molotov y están dispuestos a agredir a los profesores y a destruir las instalaciones del establecimiento para manifestar su descontento por lo que sea.

En los años recientes, el deseo de congraciarse con las organizaciones estudiantiles llevó a algunos alcaldes a actuar con indulgencia ante las tomas de los establecimientos municipales (por ejemplo, sosteniendo el absurdo criterio de que las fuerzas policiales no debían entrar a los colegios).

Algunos alcaldes hasta estuvieron dispuestos a negociar  una especie de protocolo de asambleas y tomas, sin preocuparse de defender la ley y el derecho a estudiar de la mayoría. Ahora tenemos los resultados del oportunismo y la demagogia.

No puede haber condescendencia con los violentos: lo primero es proteger a la comunidad. Las agresiones no pueden quedar impunes porque ese es el comienzo de la anarquía.

Si el Estado no pone límites, si no hace respetar el interés colectivo, quiere decir que queda abierto el camino para cualquier tropelía. Así es como se debilita la confianza de los ciudadanos en las instituciones, y así es como la democracia pierde autoridad. Precisamente por eso, los directores de los colegios deben tener atribuciones para sancionar las conductas antisociales e incluso para expulsar a los responsables.

Nuestros colegios deben formar ciudadanos responsables de sus actos, y eso implica establecer exigencias que no puedan ser burladas.

Los estudiantes tienen el deber de cuidar los colegios que tanto ha costado levantar y que pertenecen a todos. Es elemental que respeten a sus maestros, inspectores y directores. Si ello está en duda, el colegio simplemente no puede cumplir con su misión educativa.

Y Chile necesita mejorar su sistema de enseñanza y apuntar más alto en la formación de las nuevas generaciones. Tenemos que defender los colegios que hoy están amenazados por la irracionalidad para que sean efectivamente centros de cultura y de formación cívica.

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