Asumir la realidad, construir unidad, enfrentar los grandes problemas y superar los prejuicios son tareas fundamentales y urgentes para el socialismo democrático. De eso dependerá que el sector tenga opciones de ganar las primarias del 29 de junio y que no volvamos a emparentarnos con la derrota, como ya ha ocurrido en las últimas dos elecciones presidenciales.
Pero las cosas no son tan sencillas. El día en que el Comité Central del PS proclamó a la candidata para las primarias presidenciales venideras, el argumento más repetido fue que la militancia quería una persona de sus filas en la papeleta de las elecciones de junio. Sin embargo, ya esa misma noche había una corriente que apostaba por bajar su postulación y aunar las fuerzas del pacto Socialismo Democrático bajo una sola candidatura. En las semanas posteriores, han seguido apareciendo voces -unas de rostros emblemáticos del socialismo, otras tantas de militantes de base, algunas públicamente, otras en el silencio de los pasillos- que se suman a los cuestionamientos y abogan por alcanzar un acuerdo antes de fin de mes.
El sentido común indica que de la experiencia se aprende. Y el PS tiene una larga historia de aciertos, también carga sobre sus espaldas con unos cuantos errores. Ya sea con candidaturas propias o prestadas. Las derrotas en las elecciones presidenciales de 2017 y 2021 así lo demuestran.
Hoy, cuando no vamos segundos y ni siquiera terceros en las encuestas, corremos el riesgo real de enfrentar un escenario complicado en primera vuelta, el de apoyar a alguien ajeno al socialismo democrático. O peor aún, asumir la decisión imposible en segunda vuelta de votar por la derecha o por la extrema derecha. No podemos apostar a que la división de la oposición abrirá un camino expedito para la centroizquierda. Y si tal escenario fuera posible, necesitaríamos de un esfuerzo de unidad pocas veces visto en la historia de nuestra democracia reciente.
Ese quizá es el primer tema a resolver. Superar la fragmentación, que es uno de los problemas estructurales del progresismo chileno.
En lugar de construir mayorías estables, nuestros partidos tienden a disgregarse en múltiples sensibilidades, personalismos y hasta en disputas tácticas, aun a costa de poner en riesgo objetivos estratégicos de largo plazo. Una izquierda que no logra superar sus divisiones internas se vuelve funcional al inmovilismo. Resolver este problema no significa promover la uniformidad, sino actuar con madurez.
Un segundo punto es la necesidad de recuperar aquellos contenidos y espacios que siempre fueron parte de nuestro sello político, pero que hemos dejado de lado. En los últimos años, la izquierda chilena, y el PS no escapa a esta tendencia, ha tendido a replegarse hacia una política identitaria centrada en causas de nicho, muchas veces impulsadas con fuerza desde redes sociales.
Al tomar este derrotero se ha producido un alejamiento progresivo de los pilares históricos de la socialdemocracia: justicia social, redistribución de la riqueza, fortalecimiento del Estado de bienestar y defensa del trabajo digno. Su lugar ha sido ocupado por una política simbólica, más preocupada de acumular aprobación digital que de transformar estructuralmente las condiciones materiales de vida de las mayorías. Las derechas, entretanto, han cubierto esos flancos a costa de populismos retóricos, judiciales y legislativos.
El problema no radica en la legitimidad de las causas particulares, muchas de ellas justas y necesarias, sino en que, al convertirse en el eje del discurso político se alejan de una gran mayoría que, silenciosamente, espera que alguien comulgue con sus necesidades y esperanzas.
La izquierda que olvida a las mayorías, que reemplaza sus valores por la búsqueda de aprobación en las redes, y que cambia la ética del testimonio por la estética de los gestos, no solo pierde su alma; también pierde a su pueblo.
Hay también un tercer desafío. Para ser una fuerza política transformadora y no quedar atrapados en la nostalgia "del candidato propio" o la irrelevancia del 1%, el socialismo y la izquierda en general deben también revisar críticamente su relación histórica con la economía de mercado y el mundo empresarial. El siglo en que vivimos exige un progresismo moderno, pragmático y capaz de dialogar sin prejuicios con todos los actores que inciden en el desarrollo del país, incluidos los empresarios.
Persistir en la idea de que el empresario es intrínsecamente sospechoso y el mercado un enemigo a derrotar, impide ver que muchos de los desafíos actuales, como la transición energética, la innovación tecnológica o la creación de empleos dignos, requieren alianzas amplias entre Estado, empresas y sociedad civil.
Una izquierda moderna no puede temerle al crecimiento económico, sino que debe aspirar a conducirlo con sentido social, regulando el mercado, orientándolo al bien común, corrigiendo sus abusos e inequidades y ejerciendo una voz firme y constructiva que oriente la economía hacia fines más humanos y sostenibles. Superar viejos prejuicios no implica renunciar a las banderas históricas, sino actualizarlas para un tiempo nuevo.
Hoy, cuando no existe mayor espacio para maniobrar, hay que fortalecer estratégicamente la unidad en torno a la candidatura más fuerte, y construir un programa que, lejos de los populismos, ofrezca las respuestas que la comunidad requiere.
Preocupémonos de la seguridad pública, sí, pero también de la estabilidad laboral; de la economía, de la calidad de vida, de la salud, del envejecimiento de la población y de las demandas regionales que son tan diversas como extenso es este país. Sobre todo, no olvidemos la lección que tan duramente nos fue legada hace ya algunas décadas. SIN MAYORIAS REALES NO HAY CAMBIOS POSIBLES.
Desde Facebook:
Guía de uso: Este es un espacio de libertad y por ello te pedimos aprovecharlo, para que tu opinión forme parte del debate público que día a día se da en la red. Esperamos que tus comentarios se den en un ánimo de sana convivencia y respeto, y nos reservamos el derecho de eliminar el contenido que consideremos no apropiado