El 16 de octubre de 1998 Augusto Pinochet fue arrestado en Londres tras una orden emitida desde España por el juez Baltasar Garzón, iniciándose un largo litigio jurídico y político acerca de si era válido que fuera juzgado fuera del país, por los crímenes de lesa humanidad y terrorismo internacional que cometió la dictadura bajo sus órdenes directas, durante 17 años, oprimiendo brutalmente a Chile.
El lugar donde quedó recluido fue la "London Clinic", establecimiento en que fue internado por un tratamiento médico que requería hospitalización, pero sin representar riesgo vital para el otrora poderoso y sanguinario dictador chileno.
En el país partió un duro debate, la derecha enfurecida por el arresto de quien fuera su principal benefactor económico durante casi dos décadas, saltó a la palestra con un falso discurso de defensa de la soberanía nacional, diciendo que Chile debía hacer uso de todo su prestigio internacional, restablecido gracias al retorno de la democracia, para lograr el regreso del exdictador que negara y pisoteara los derechos humanos y destruyera el Estado de derecho.
La presión y amenazas que las fuerzas reaccionarias ejercieron sobre el gobierno democrático fueron tremendas. Una sostenida campaña mediática se levantó e intensificó durante meses para hacer creer al país que la defensa del criminal detenido en Londres era también expresión del interés nacional.
Las organizaciones de derechos humanos se movilizaron ante la campaña que decía que Pinochet sería juzgado en Chile, denunciando el chantaje de fuerzas que, en ese período, lo impedirían. Asimismo, los partidos y personalidades democráticas y de izquierda apoyamos el valor universal de la justicia y de los DD.HH., que no pueden supeditarse al designio de implacables tiranos, dispuestos a cualquier crimen, abuso o masacre para perpetuarse en el poder.
Sin embargo, en medio del iracundo chantaje de sectores extremistas de derecha, la autoridad democrática pidió el regreso del exdictador; a pesar de ello, en los primeros alegatos en la Corte en Londres la defensa pinochetista fue derrotada.
Entonces, algunos incondicionales de Pinochet se desesperaron. No tenían como propiciar un nuevo golpe de Estado, pero llegaron al delirio de plantear una operación "comando" del Ejército para "rescatarlo". Incitaban a semejante aventura porque no eran ellos los que pagarían con cárcel o con su vida semejante locura.
A la postre, casi un año y medio después de ásperos debates, el entonces ministro del Interior del Reino Unido, Jack Straw, firmó el decreto que facilitó el retorno de Pinochet, la razón que se dio fue el supuesto delicado estado de salud del exdictador.
A su llegada, saliendo del avión, ridiculizó al gobierno democrático y desmintió la ficción que venía en graves condiciones físicas, se levantó de la silla de ruedas en que lo trasladaban junto al comandante en Jefe del Ejército y saludo jactancioso al grupo que lo aplaudía en el aeropuerto internacional de Santiago. Fue una burla grotesca. También una vergüenza para Chile ante el mundo.
Poco después, Pinochet para eludir la acción de la Justicia, consiguió ser diagnosticado "demente". Quien iba a tragarse aquello, pero la derecha aplaudió la maniobra, tan falsa como cobarde, sin poder ocultar que llegaba el ocaso definitivo del exdictador.
Ahora bien, no era primera vez que cuidaba el pellejo como lo esencial. Traicionó al Presidente que lo designó, ordenó ejecuciones feroces como las de La Caravana de la Muerte, y el asesinato, desaparición y/o tortura de miles de compatriotas teniendo la puerta de escape al alcance de la mano. Así fue desde el mismo 11 de septiembre, cuando introdujo su familia en la Escuela de Alta Montaña del Ejército para huir a Argentina en caso que el golpe de Estado fracasara.
Quedó claro quien fue Pinochet: un terrorista de Estado impune, culpable de innumerables crímenes que lo hicieron despreciable por la comunidad internacional. Un fardo moral que no merecía el desgaste de la autoridad democrática para traerlo de vuelta a Chile.
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