El 18 de noviembre de 1978, en el pequeño país de Guyana, ubicado al norte de Sudamérica, al este de Venezuela, ocurrió el suicidio masivo más numeroso en la historia moderna: murieron 913 personas, de las cuales 276 eran niños. Evidentemente, los niños no se suicidaron, fueron asesinados en muchos casos por sus propios padres. La historia de este acontecimiento es escalofriante, en especial si se tiene en cuenta que sucedió en la "tierra prometida". El gestor de este horror fue un líder religioso: el reverendo Jim Jones.
Todo empezó muy bien, pero terminó muy mal. Jones era un pastor evangélico que fundó una iglesia llamada Templo del Pueblo, a la que rápidamente se adhirieron numerosos creyentes por su rechazo al racismo -en su iglesia el trato era igualitario para feligreses negros y blancos ya en el año 1955- y por obras de beneficencia en favor de drogadictos y personas sin hogar. Posteriormente, él y su esposa, además de su hijo biológico, adoptaron seis niños más de distintas razas, configurando así su "familia del arcoiris". Incluso en 1975 le fue concedido en San Francisco el premio Martin Luther King por su lucha contra el racismo.
Sin embargo, poco a poco se fue apareciendo "lado b", expresado fundamentalmente en su autoritarismo. Los miembros de su iglesia se convirtieron más bien en sus seguidores. Surgieron acusaciones en su contra por explotación laboral hacia éstos, y por palizas y amenazas para quienes pretendiesen abandonar la comunidad. Ante un creciente ambiente hostil, decidió dejar Estados Unidos y dirigirse a la selva de Guyana, a una nueva "tierra prometida", como la llamó, para establecerse allí con su iglesia; le siguieron cerca de mil fieles en el año 1977. El lugar fue bautizado con el nombre de "Jonestown", lo que es una muestra más que clara de su egocentrismo.
A poco andar, las cosas empezaron a salir mal por las difíciles condiciones de vida. El descontento empezó a crecer y el líder lo contuvo con severos castigos y una férrea disciplina. El "paraíso" contaba con un grupo de guardias armados con su correspondiente jefe de seguridad para controlar todo brote de disensión. Además, se intensificó su consumo de drogas, lo que hizo que su comportamiento se volviese errático. Uno de sus hijos sobrevivientes comentó en un programa de televisión: "no le dices a dios (es decir a Jones) que tiene un problema de drogas".
La crisis final vino cuando una comitiva encabezada por un congresista norteamericano, enviada a investigar la situación de la gente que allí vivía, arribó el 17 de noviembre de 1978, siendo recibida con una cena de gala y un show musical. Al terminar esta celebración, algunos de los residentes le entregaron subrepticiamente al congresista mensajes escritos solicitando los liberara de la esclavitud a la que se encontraban sometidos. Al día siguiente, la comitiva abandonó Jonestown con un grupo de desertores, en el que también iban seguidores leales quienes, al llegar al pequeño avión que los iba a transportar, abrieron fuego contra ellos. Varios murieron, entre ellos el congresista.
El grupo atacante volvió a la comunidad donde el reverendo Jim Jones dio las instrucciones para el suicidio colectivo: prepararon grandes tambores donde mezclaron jugo de uva con cianuro y bebieron ese cóctell mortal con los resultados mencionados al principio. La historia completa la pueden encontrar en internet.
Este es un trágico ejemplo extremo, pero son tantas las tierras prometidas convertidas en infiernos, especialmente en ambientes sectarios, tanto religiosos como también civiles. Característico de este fenómeno es un pensamiento tipo Procusto, como comentaba en mi columna anterior, esa estrechez mental que considera que la visión que uno tiene es la única válida, desechando todas las demás. Peor aún, como sucede en tantas sectas, ni siquiera se trata de la propia visión, sino de la visión de otro, producto de un lavado de cerebro sistemático, resistente a cualquier objeción, a cualquier contra argumento, pues la capacidad analítica ha sido anulada, en parte por el lavado, y en parte por propia responsabilidad, más bien flojera, porque pensar "da paja".
A lo anterior hay que sumar el complejo mesiánico de esos líderes nefastos, que pueden ser reconocidos con cierta facilidad, por una mente analítica, porque son autorreferentes y, consecuentemente, manipuladores, como el "tío Paul" (Schäfer) de la siniestra Colonia Dignidad (qué cruel paradoja el nombre). El "autoendiosamiento" es un signo bastante claro.
Por otra parte, se encuentra una especie de síndrome o carácter de borrego, por el que muchos se niegan a tomar decisiones por ellos mismos y se dejan llevar acríticamente por determinadas corrientes. Es más cómodo, pero se corre el peligro de terminar completamente enajenado. Ya lo decía el famoso Erich Fromm con el título de su libro "El miedo a la libertad". Sí, tratar de ser libre da miedo, porque la libertad va de la mano con la responsabilidad, puesto que cada uno ha de responder por las decisiones tomadas y, en cuanto seres humanos, estamos condenados a ser libres, como decía Sartre. Es más cómodo ser esclavo. Si uno hizo algo mal, basta con decir "soy mandado".
Los antídotos son, a mi parecer, muy sencillos, pero requieren de cultivo y práctica constante: pensamiento crítico, es decir, verificar lo que se nos dice, y una actitud de apertura para considerar lo que dicen los otros para revisar, complementar y reconfigurar nuestras miradas siempre miopes.
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